Joker, la felicidad y los simulacros del poder
Pablo Dávalos
¿Qué tiene la película Joker de Todd Phillips que atrae tanto? En una sociedad que rinde culto al éxito, que ha fetichizado la felicidad en una colosal industria que lo ha convertido en imperativo ¿por qué Arthur Fleck, ese payaso fracasado que termina provocando una revolución contracultural, provoca tanta adhesión y se convierte en objeto de culto en una sociedad que reprime hasta la risa?
En un sistema que todo lo mide desde el dinero, la película Jokerrecaudó más de mil millones en taquilla es, por tanto, un éxito. Curioso oxímoron que la historia de un fracasado que, además, nunca se reivindica ni mucho menos como tal, se convierta en un éxito comercial. En una sociedad que todos los días destila el veneno del éxito, fracasar se convierte en una carga ontológica. En efecto, sentir que se está demás y que las circunstancias son demasiadas para soportarlas va a contrapunto con una ideología que te obliga a ser feliz para ser exitoso. Una ideología que dice todo el tiempo que tú puedes con todo y que el éxito está en tus manos, y que las respuestas para evitar ese oscuro pozo que parece que no tiene fondo en realidad están en ti mismo. Además, insiste en que nadie va a ayudarte a salir del pozo, sino tu propio esfuerzo. Así, te proponen emular al Barón de Münchhaussen: para salir del pozo debes tirarte de tus propios pelos.
Esa felicidad tóxica que te abruma y que te obliga a ser feliz cada día, aunque no lo quieras, o aunque no lo puedas, es el ambiente del Joker pero no es el Joker. Si nos atrae el Joker es porque nos reconocemos en él, porque su impostada risa nos pone por fuera de ese aire irrespirable de éxito, falsa meritocracia y felicidad enlatada. Porque sabemos que esa felicidad tóxica que nos venden los psicólogos positivos, solo es un simulacro, puro placebo para aguantar más y sin chistar la explotación del capital, la precariedad de la vida diaria.
Me gustaría poner al Joker en contrapunto con la película: The pursuit of Happyness. Chris Gardner, el personaje del film (y también de la vida real) y protagonizado por Will Smith, cae al fondo del pozo. Está en un escenario donde, al parecer, no se puede caer más. Ha llegado a una situación de calle con su pequeño hijo de cinco años. Y desde ahí, Gardner decide superarse y, mientras trabaja en las mañanas, estudia por las noches para convertirse en bróker de seguros. Nadie creía en él al inicio, tanto así que su propia esposa termina por abandonarlo. Solamente cuenta con él mismo. Finalmente lo logra. Es el Barón de Münchhaussen redivivo. Gardner, finalmente, y como bróker, se hará millonario. La catarsis se realiza. Gardner ha demostrado, al puro estilo de Hollywood, que querer es poder. Así, Hollywood enlata la felicidad y los Gardner del mundo, precarizados, explotados y, muchos de ellos, en situación de calle, creen que con buena voluntad, constancia y optimismo se puede salir del pozo. Lo intentan, claro que lo intentan, porque han visto la película, porque se han emocionado con ella, porque se han reconocido con ella. Pero, a pesar de que lo intentan, no logran salir del pozo. Nunca salen. Nunca saldrán.
Gardner salió del pozo cuando Ronald Reagan privatizaba los sistemas de salud pública y exoneraba de impuestos a los más ricos. Con la crisis de 2008 los Gardner del mundo ahora saben que algo no está bien en el sistema. Se preguntan a sí mismos porqué no pueden salir del pozo y, creen que no lo han hecho porque les ha faltado confianza en sí mismos. Porque se han dejado abatir por las circunstancias. ¿Qué hacer? Exigirse más a sí mismos. Y, siempre, ser felices. Aunque esa felicidad duela. Aunque no exista. Aunque solo sea un simulacro. Aunque solo sea una mercancía. Pero si el sistema te dice que para tener éxito debes primero ser feliz, aunque a tu alrededor el mundo se incendie, entonces tienes que fingir esa felicidad. Si no lo logras, entonces te falta adiestrar ese músculo de la felicidad que los psicólogos positivos creen haber descubierto de manera “científica”.
Tienes pocos recursos, pero igual vas al coaching espiritual. Igual compras y lees libros de autoayuda. Hasta que viene el Joker y dice que no y lo incendia todo. Que no hay felicidad alguna. Y así el Joker, cuando es invitado a hablar en televisión, en un programa que recuerda a cualquier Oprah, ahí en plena transmisión, saca su revólver, apunta y dispara. Y ese disparo no es disonante. Es el punto que marca su transición hacia la revolución, hacia la contracultura. El Joker, a diferencia de Chris Gardner, no se reivindica con el sistema. No sale del pozo sino que se hunde más en él. No busca ni la felicidad, ni la autocomplacencia de una falsa autosuperación. No transige con su “mejor yo posible” porque el mejor Joker es el que no se desprende de la máscara y dispara. Pero Joker dispara en una sociedad en donde los disparos, los tiroteos y las masacres son ya un asunto de sanidad pública y de todos los días. Se dispara en el supermarket. Se dispara en las escuelas. Se dispara en las calles. Se dispara en el trabajo. Es una sociedad enferma de éxito y de felicidad en donde la única manera de escapar a ese éxito y a esa felicidad es disparando, los Gardner del mundo se dan cuenta que es mejor convertirse en Joker y disparan.
En las primeras escenas, Joker, cuando aún es Arthur Fleck está con su madre enferma. No tiene seguro. No tiene acceso alguno a un sistema de salud pública. Está desesperado. Transita hacia el fondo del pozo y, para reconocerse en el fondo del pozo, necesita de su maquillaje. Pero no es un pozo personal, porque con un sistema de salud pública, probablemente Arthur Fleck no se convertiría en Joker. Con una sociedad que se reconozca a sí misma en sus éxitos y sus fracasos y que comprenda que el dolor y la felicidad son condiciones de lo humano, quizá Arthur Fleck siga siendo Arthur Fleck. En una sociedad que no haya industrializado la felicidad, Fleck habría tenido esperanzas.
Pero su sonrisa de payaso triste y fracasado se transforma en ironía y cinismo. Porque al final de su camino está una revolución. Una contracultura. Me pregunto ¿Cuánta distancia puede haber entre Chris Gardner y Arthur Fleck? Y, ¿qué nos dice esa distancia? Pienso que esa distancia tiene que ver con la ruptura del modelo hegemónico de una sociedad que se inventó el éxito personal y creó una verdadera “pornografía emocional” con una falsa imagen de la felicidad personal, la automotivación y al resiliencia como mecanismos de dominación política.
Pero el Joker es apenas una tramoya de Hollywood para que el héroe restaure la catarsis del sistema y ponga las cosas en su sitio. En el filme, El Caballero de la Noche Asciende, de Nolan, finalmente los Joker del mundo logran la revolución. Esa revolución empieza dinamitando Wall Street, sitio simbólico del poder financiero global. De ahí la revolución pasa a los juicios populares a los banqueros corruptos. La policía no puede restaurar el orden porque está, literalmente, atrapada en el subsuelo de Ciudad Gótica. La revolución de las masas adquiere tonos sombríos. Los juicios populares se impregnan de ese ambiente gótico que, finalmente, los despolitizan y hacen que el espectador se sienta incómodo. Pero, ahí, en las sombras, oculto tras una columna, el poder acecha, Batman, el Caballero de la noche, acecha. El multimillonario que, para que nadie lo reconozca, se pondrá máscara y capa para proteger al sistema, y se convertirá en una especie de paramilitar que todo lo puede, porque es multimillonario, y porque tiene la bendición del poder, acecha. Siempre acecha. Siempre vigila.
Ahí, en las sombras, el cerebro del Batman trabaja para restaurar el orden, para que los ricos vuelvan a ser ricos, para que los pobres vuelvan al trabajo y a la precarización y para que se pinten el rostro de payasos fracasados mientras su madre muere en sus brazos.
Y Batman lanza el golpe contra los revolucionarios que osaron tomar el poder de Ciudad Gótica. Él solo, con su capa, con su máscara, sobra y basta para acabar con esos “criminales”. Él solo, sin nadie a su lado, porque los superhéroes no necesitan a nadie, porque ellos pueden restaurar la paz social por sí mismos y por fuera de todo marco social y sin apelación alguna a la solidaridad ni al compromiso ni a cualquier lucha política que apele al pueblo.
El superhéroe es la representación mistificada y fetichizada del homo economicus que cree que se puede restaurar el orden del mundo con un poco de voluntad, algo de golpes, algún milagro tecnológico o metafísico, y una capa, máscara con su logotipo correspondiente.
El superhéroe solo lucha contra sus propios monstruos. Con respecto a los otros monstruos, aquellos que realmente están ahí y que realmente hacen daño, el superhéroe no los ve, porque su esquizolo impide. Así, el espectador, restaura la catarsis cuando Batman, el paramilitar del poder, restaura, él solo, al poder. Habrá un monumento para el Caballero de la Noche. Habrá palabras de agradecimiento del alcalde, del alguacil, del banquero, del jefe de la policía, y el espectador respira tranquilo al saber que el “bien” ha triunfado y que el poder retorna a sus fueros. Cuando Batman castiga a los criminales y expulsa al pueblo del poder, porque eso es efectivamente lo que pasa, porque hubo una revolución social en Ciudad Gótica y Batman fue el paramilitar de la contrarrevolución. Solo así, cuando ya no hay ningún peligro para el poder, entonces Batman prepara su encuentro con su enemigo real, el Otro, el precario que, ante las injusticias del mundo, se ha pintado el rostro de payaso y sonríe mientras dispara y las cámaras empiezan el espectáculo del mundo.
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