miércoles, 19 de agosto de 2020

Globalización, instantaneidad, redes sociales

 

Globalización, instantaneidad, redes sociales

Los actores fundamentales de la globalización son las corporaciones transnacionales y los mercados financieros internacionales. Todos ellos diseñan estrategias que tienen como objetivo maximizar su rentabilidad en un contexto de integración de decisiones claves en inversión, flujos de capital, empleo, ingresos, tecnología, innovación. Las corporaciones transnacionales, en la globalización, han logrado realizar algo incomprensible apenas años antes: externalizar todos sus procesos productivos y dedicarse a la gestión de sus marcas. Muchas de ellas han dejado atrás las preocupaciones de la producción. Han reemplazado, de hecho, las líneas de producción, ensamblaje, montaje y distribución por el outsourcing. Strictu sensu, muchas de las corporaciones más grandes del mundo no producen otra cosa que no sean sus marcas. Apple, por ejemplo, la empresa más importante del mundo por capitalización bursátil, ha externalizado todas sus líneas de producción a Foxconn, entre otras empresas. 

Si la marca es el activo más importante, entonces las corporaciones transnacionales necesitan más de abogados que de obreros. El costo de producción se transforma en costos de transacción. La corporación global ha logrado la utopía de delocalizar el tiempo de producción. Su preocupación fundamental ahora es someter a los consumidores dentro del universo disciplinario de sus marcas. Para lo cual necesitan conocer a profundidad a sus consumidores. Afortunadamente para las corporaciones, los consumidores colocan toda su información, hasta la más íntima, en las redes sociales. Las dos empresas más grandes del mundo que se dedican a extraer información a un costo marginal nulo y venderlo a un costo marginal superior a cero son: Alphabet (Google) y Facebook. 

En apenas una década el capitalismo de producción giró hacia aquel de la información. En la era de la información, todo es instantáneo. Todo es efímero. La obsolescencia programada se filtra también a las relaciones humanas y las inscribe dentro de su lógica. La globalización implicó el fin de toda exterioridad al capitalismo. Es justo ahí, cuando el capitalismo ha perdido toda exterioridad, cuando ha provocado incluso la obsolescencia de lo social, cuando se infiltra el virus de la pandemia y sorprende a la globalización en su núcleo más interno y lo paraliza: el consumidor global debe replegarse y confinarse. Su apelación a lo social se condensa en las redes. Internet se convierte en un elemento estratégico que permite mantener vivo el vínculo social. Se comprende que la información que circula en las redes le pertenece a la sociedad que las genera, no a las corporaciones que la trafican, y surge la pregunta hasta antes de la peste impensable: ¿Y si convertimos a Google en un bien público global?

En consecuencia, las intuiciones teóricas de la economía política clásica se revelaron correctas y pertinentes en lo fundamental. El tiempo, para el capitalismo, es su propia condición de existencia. Los mercados capitalistas no conocen la suspensión del tiempo. Las finanzas internacionales se mueven en “tiempo real”. Las bolsas de valores de todo el mundo están interconectadas y en relación permanente. Lo que sucede en cualquiera de ellas repercute instantáneamente en todas. Los mercados financieros han logrado incluso convertir al tiempo en una mercancía más a través de los instrumentos denominados derivados financieros. Desde su nacimiento como sistema, el capitalismo no conoce lo que significa que el tiempo se detenga. No está preparado para ello. Ni siquiera consta en su horizonte de posibilidades. Puede detenerse todo, menos el movimiento perpetuo, incesante, trepidante del capital. Como un corazón que bombea a cada instante y mantiene vivo a un sistema, el capitalismo necesita del tiempo para su propia existencia. Detener el tiempo es detener el capitalismo, y eso implica, según su lógica por supuesto, detener al mundo, detener la historia, a menos que suceda lo imposible.

Y lo imposible sucedió. De pronto, la enorme maquinaria del capitalismo empezó a detenerse. Los consumidores globales fueron obligados a quedarse en casa y no salir a las calles para proteger su salud y su vida. Los mercados mundiales colapsaron. Las bolsas empezaron a comprender que algo grave estaba pasando y por fuera de sus previsiones. Los mercados de futuros se quedaron sin futuro, literalmente, y para salir del aprieto crearon un precedente en y para el sistema: los precios negativos. El acontecimiento que nunca constaba en ese horizonte de posibilidades, finalmente se produjo. Por vez primera desde su nacimiento como sistema histórico, el capitalismo se había detenido globalmente. Se trataba de una interrupción jamás prevista en toda su historia.

Aquello que lo detuvo fue algo que siempre había constado como temor, como un miedo numinoso, soterrado y que tenía que ver con la forma por la cual el capitalismo trataba a la naturaleza y a la sociedad. Un virus, un germen, algo tan microscópico, tan minúsculo que pueda atravesar las barreras de lo predecible, de lo controlable y que pueda entrar al corazón mismo de la maquinaria capitalista y detenerla, se había revelado y confirmado como su principal amenaza. Había, por tanto, que exorcizar a ese fantasma, había que confiar en las posibilidades prometeicas de la ciencia moderna, para impedir que esa incertidumbre que lo imposible pueda suceder, suceda. Pero sucedió. Un virus paró, de pronto, toda la maquinaria del capital y la puso en stand by. En sí mismo, se convierte en un acontecimiento. El mundo empezó a cambiar. Finalmente, y empujado por esta determinación exógena de la peste, la humanidad comprendió que había que ingresar al siglo XXI sin el pesado equipaje del siglo XX.

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