viernes, 9 de agosto de 2013

Dialéctica de la participación social en América Latina: Los movimientos sociales en la hora posneoliberal


III Seminário Internacional  Estudos sobre o Legislativo: Desafios da Consolidação da Democracia na América Latina

Mesa 4: Inovações dos mecanismos democráticos na América Latina


Dialéctica de la participación social en América Latina:
Los movimientos sociales en la hora posneoliberal

Pablo Dávalos[1]

América Latina está viviendo un quiebre en la dominación posneoliberal. Este quiebre se produce por las resistencias a la dominación posneoliberal realizada por los movimientos sociales de la región que se expresa por la ola de huelgas, paralizaciones y movilizaciones que se han producido durante todo el primer semestre de 2012 en Bolivia, en especial la movilización en defensa del TIPNIS y la huelga de los médicos y policías bolivianos, en Ecuador por las movilizaciones del  año 2011 en defensa del agua, y la oposición a la Ley Minera en el año 2013, por el escaso margen en el triunfo electoral del Presidente Maduro. Las movilizaciones sociales también alcanzan al Presidente Piñera en Chile, y es evidente que hay malestar social en Argentina con la presidencia de Cristina Kirchner.

Quizá el caso de Perú es emblemático porque marca un precedente importante en el posneoliberalismo. El presidente peruano, Ollanta Humala, llega al poder con un discurso antisistema y en contra de la explotación minera, pero una vez en el poder cambia radicalmente su discurso y su praxis, y se ha convertido en una garantía de aquello que antes denunciaba y se oponía.

La región, definitivamente, está en procesos de transición importante que expresa los límites y posibilidades del posneoliberalismo en la región. Aunque el uso de prefijos sobre prefijos lleve a una exageración de la retórica y cree figuras semánticas que no existen (como es el caso del “post” agregado al “neoliberalismo”), en el caso del posneoliberalismo se trata de ir más allá de la retórica y contribuir a crear una categoría política que sirva de instrumento analítico para comprender las formas que asume la acumulación del capital y las relaciones de poder que genera en el caso latinoamericano y su conexión con la acumulación capitalista mundial.

La noción de “posneoliberalismo” ha sido utilizada para comprender a los regímenes políticos que surgen luego de la crisis del neoliberalismo en la región y que tienen un discurso crítico con el neoliberalismo, con el FMI, el Banco Mundial y la hegemonía norteamericana. De esta manera, el concepto de posneoliberalismo servía para designar de alguna manera a gobiernos latinoamericanos que se oponían a las directrices del Consenso d Washington y que empezaban a recuperar la soberanía política para sus respectivas naciones. Los ejemplos más importantes de esos regímenes eran los gobiernos de Chávez en Venezuela (y, posteriormente, Maduro), Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua, Morales en Bolivia, y Kirchner en Argentina. Con la denominación de posneoliberalismo fue también comprendido el gobierno de Lula en Brasil (y posteriormente Dilma Roussef). De alguna manera, el concepto de posneoliberalismo empataba con la noción más simbólica de “gobiernos progresistas”, “gobiernos del socialismo del siglo XXI”, entre otras. Entre los principales teóricos en esta línea están Emir Sader (Posneoliberalismo en América Latina, CLACSO, Argentina, 2008), Atilio Borón (El posneoliberalismo: un proyecto en construcción, En: La trama del neoliberalismo, crisis y exclusión social, CLACSO, Argentina, 2003), Martha Harnecker, Juan Carlos Monedero, entre otros.

En una versión a contrapunto de aquella que ve en el posneoliberalismo una continuación del neoliberalismo puede situarse a Beatriz Stolowicz (El Debate actual: posliberalismo o anticapitalismo. En: América Latina hoy ¿reforma o revolución?, Ed. Ocean Sur, México, 2009), Pablo Dávalos (La Democracia Disciplinaria: el proyecto posneoliberal para América Latina. Ed. Desde Abajo, Bogotá, 2012). En esta misma línea crítica pueden también adscribirse las propuestas teóricas y las críticas de Raúl Zibechi, Luis Tapia, Raúl Prada, Raquel Gutiérrez, Carlos Walter Porto-Gonçalves, entre otros.

En efecto, América Latina resistió de todas las formas posibles al embate neoliberal de los años setenta, ochenta y noventa. Fue en América Latina en donde el neoliberalismo hizo su ingreso a la historia con un expediente de horror y perversidad pocas veces vista en la historia humana. Las dictaduras militares en el cono sur del continente, en los años setenta, llevaron al extremo la crueldad y el miedo para, precisamente, crear las condiciones de posibilidad del neoliberalismo. Fueron esas dictaduras las que crearon una figura de esa crueldad que consta en los anales de la historia del neoliberalismo: los desaparecidos.

Fue también en América Latina en donde el FMI tuvo todo el espacio social para sus experimentos de la tabula rasa. En efecto, las políticas de shock del FMI intentaron destruir el tejido social de una sola vez y para siempre y sobre esa desaparición inscribir el diktat del mercado. De hecho, los sistemas políticos de la región se convirtieron en la cobertura jurídica para la imposición del FMI. Sin embargo, a medida que el FMI destruía a las sociedades latinoamericanas éstas creaban formas de resistencia cada vez más creativas e innovadoras.

Las dictaduras del cono sur no pudieron en contra de la movilización social a pesar de todo el miedo que generaron. El FMI tampoco pudo con las movilizaciones sociales que sucedieron en toda América Latina. Ahora bien, cuando los obreros y sus organizaciones políticas fueron derrotados estratégicamente por el FMI, porque éste planteaba una desindustrialización intensiva asumieron, entonces, la posta los nuevos movimientos sociales con un discurso y un una praxis innovadoras e inéditas.

La década de los años ochenta fue la década perdida para el crecimiento económico, como lo dijo la Comisión Económica para América Latina, CEPAL, pero fue la década de la resistencia, la movilización, la búsqueda de alternativas. Esas resistencias hicieron explosión en la década de los noventa. Desde el levantamiento indígena ecuatoriano de 1990 hasta la batalla de Seattle en 1999, pasando por la insurrección de Chiapas en 1994 y la insurrección de Caracas del mismo año, la movilización social en contra del neoliberalismo alcanzó las cotas más altas.

Esa movilización puso contra las cuerdas al FMI y al Banco Mundial. El neoliberalismo estuvo a la defensiva e intentó articular discursos y propuestas que lo enmascaren. Fueron los tiempos del “ajuste con rostro humano”, “reforma estructural con participación”, “pacto social para el pacto fiscal”, etc. Esa resistencia social al neoliberalismo fue creando disputas de contenidos y proponiendo alternativas hasta entonces inéditas como fueron los casos de los presupuestos participativos del Partido de los Trabajadores en Porto Alegre, y los Foros Sociales Mundiales que se convocaron bajo el lema de “otro mundo es posible”.

En América Latina, los movimientos indígenas y movimientos sociales se convierten en la columna vertebral de la resistencia al neoliberalismo e incorporan a la agenda política de la región temas antes desconocidos como el Estado Plurinacional, el “mandar obedeciendo”, el “mundo en el que quepan todos los mundos”, la noción de “nada para nosotros y todo para todos”, la “unidad en la diversidad” y, más tarde, el Sumak Kawsay (Buen Vivir), como concepto que confronta a la episteme misma de la noción de crecimiento y desarrollo económico y que será incorporado a los textos Constitucionales de Bolivia y Ecuador en el año 2008.

Empero, la acumulación del capital trató de vencer estas resistencias y se movió en una lógica de fuga hacia delante. A pesar de ello modelo neoliberal empieza, literalmente, a caerse a pedazos en la región: en 1997 la moneda brasileña es atacada por los especuladores mundiales y Brasil entra en recesión; en Ecuador en 1999 se produce una crisis económica que termina con la moneda nacional y lleva al país a su crisis económica más importante desde su fundación como república; en el 2001 sucede lo mismo en Argentina, la crisis de la convertibilidad crea un vacío político y en menos de un año se suceden cinco presidentes de la república; en ese mismo periodo se produce la guerra del agua en Cochabamba, Bolivia.

Todos los indicadores económicos y sociales demuestran el fracaso rotundo del modelo neoliberal en la región. Hay una regresión en indicadores de educación, salud, integración social, seguridad y previsión social, etc. Esta crisis arrasa con los sistemas políticos de la región que siempre se habían constituido en los garantes y operadores del neoliberalismo. Con la elección de Hugo Chávez a la Presidencia de la República, empieza el réquiem del neoliberalismo en la región.

Para fines de la primera década del 2000, casi todos los presidentes de la región mantienen distancias prudentes o radicales con el neoliberalismo. Ninguno de ellos lo suscribe públicamente, aunque sus políticas públicas continúen la tradición neoliberal, como el caso del Presidente Santos en Colombia (2011-2012).

Es decir, si se mira la historia reciente de América Latina, se puede constatar que la región fue un campo de batalla en contra del neoliberalismo porque éste había sido la ideología que la acumulación del capital necesitaba. Para la primera década del 2000, en casi todos los países latinoamericanos esa versión monetarista y de duro rigor fiscal del FMI y del Banco Mundial había perdido espacio de forma irremisible. La victoria era de los movimientos sociales. De hecho, era el momento de los nuevos movimientos sociales.

Sin embargo, en esa transición de los movimientos sociales de su capacidad de resistencia, movilización y contrapoder, hacia el sistema político liberal, por la vía de las elecciones y su apoyo a partidos políticos de izquierda, subyace uno de los fenómenos políticos más interesantes y complejos de la coyuntura política del continente, porque implica precisamente la transición hacia algo que, efectivamente puede ser denominado como posneoliberalismo.

La incorporación de los movimientos sociales hacia el sistema político liberal marca su desaparición como contrapoder y capacidad de resistencia al liberalismo y, en consecuencia, las dinámicas más profundas de la acumulación capitalista. Se trata de una aporía y una antinomia al mismo tiempo. Es la aporía y la antinomia del liberalismo y de la democracia liberal en un contexto de acumulación del capital y renovación de las formas de dominación política y económica que la acumulación requiere.

Si en el siglo XIX la clase obrera estaba, por así decirlo, en guardia en contra de la ilusión liberal, a la que los teóricos del socialismo clásico siempre lo habían considerado como un simulacro del poder, para el siglo XXI el horizonte emancipatorio se había reducido a las coordenadas del liberalismo decimonónico. En otros términos, no había posibilidades de imaginar lo social por fuera de las coordenadas liberales.

La clase obrera del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, siempre había sospechado del liberalismo, sobre todo porque su herencia marxista y radical le habían enseñado una suspicacia que rebasaba a toda sospecha hermenéutica. La clase obrera sabía que el horizonte emancipatorio se abriría para la humanidad por la revolución y no por las elecciones. Comprendía el carácter de clase del Estado y siempre sospechó de las elecciones. Sabía que la reificación no era solo un fenómeno económico sino también político. El ser reificado y la falsa conciencia que generaba la reificación no solo habían sido separados de su propia producción sino también de su propio ser político. El liberalismo sancionaba esa reificación política y creaba la ilusión del poder con las elecciones y su “regla de la mayoría”.

En Europa, durante las primeras décadas del siglo XX, hubo un fortísimo debate entre la tradición revolucionaria de la clase obrera y la política reformista de la socialdemocracia. Un debate que provocó la ruptura de la Segunda Internacional y la creación de la Tercera Internacional. A fines del siglo XX, la caída de los socialismos reales y su comprobación de que se trataban de regímenes totalitarios que se habían legitimado utilizando en beneficio propio el discurso y la propuesta del socialismo, implicaron el fortalecimiento de la propuesta liberal.

A fines del siglo XX, el liberalismo se había convertido en el pensamiento único. Su doxa dominaba en la política, la economía, la cultura, el derecho, las instituciones, la ideología, en fin, en todo el plexo social. El liberalismo se asumía tan democrático, pluralista y tolerante que solamente aceptaba versiones de sí mismo. Los discursos críticos y radicales fueron olvidados. El liberalismo creó un discurso propio que invisibilizaba cualquier alternativa: el discurso de la posmodernidad. En ese discurso se asumió la crisis de los metarrelatos y el nacimiento de las “pequeñas historias”. Empero, el único metarrelato que fue salvado de esa crisis fue, precisamente, el discurso liberal. A pesar de toda su debilidad teórica, el pensador norteamericano Francis Fukuyama, había tenido razón: la humanidad, con el liberalismo, había llegado al fin de la historia.

De su parte, los partidos de izquierda, en especial la socialdemocracia europea, se daban golpes de pecho y renunciaban a cualquier herencia radical y a cualquier opción por fuera del liberalismo. Mantenían el nombre de socialistas o socialdemócratas pero, en realidad, se habían transformado en social-liberales. Incluso los comunistas más radicales transigieron su propuesta revolucionaria por una versión algo más radical del liberalismo. Se produjo una gran convergencia hacia el mainstream liberal.

Empero el liberalismo, incluso en sus variantes más democráticas, jamás podrá procesar ni superar las contradicciones fundamentales que lo atraviesan y lo constituyen. El liberalismo no podrá unir aquello que separa. El caso de la política y de la economía es un buen ejemplo. En la episteme y praxis liberal, la economía se procesa y se regula desde su propio ámbito: el mercado. Mientras que la política y el poder se regulan y administran con una lógica que nada tiene que ver con la economía. Las elecciones pueden producir un recambio en el poder político pero jamás alterarán la estructura de poder de la economía.

De la misma manera con el derecho liberal. El derecho a la propiedad privada es inviolable. Ni la política ni la economía pueden transformarlo, a condición que no sea para su fortalecimiento y reconocimiento global. La economía, el derecho y la política, a pesar de forma parte de un solo proceso y de una sola dinámica histórica, aparecen separadas de forma radical e irresoluble.

Es el liberalismo el que produce esa separación, o esa cesura radical. Es imposible cerrar esas cesuras desde el liberalismo, porque el rol del liberalismo es mantener separada la política de la economía y a éstas del derecho. Sin embargo, no se pueden resolver los problemas sociales sin que se produzcan transformaciones en la política, en la economía y en el derecho, al mismo tiempo y de la misma intensidad.

Es necesario devolverle a la sociedad la posibilidad de resolver de manera conjunta y coherente sus problemas políticos, económicos y sociales. Mas, esa resolución será imposible al interior del liberalismo. Se trata de una aporía que los movimientos obreros tenían claro en el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX. Por ello en el discurso de la revolución no cabía el liberalismo.

Ahora bien, puede ser que la propuesta revolucionaria, sobre todo luego de la crisis de los socialismos reales, haya sido un fracaso. Negarlo sería negar la historia. La cuestión, empero, es si ese fracaso histórico de la propuesta revolucionaria ameritaba su desaparición del horizonte de posibilidades humanas. El socialismo real fracasó, qué duda cabe, pero el capitalismo liberal también lo ha hecho, con el agravante de que el fracaso del liberalismo, habida cuenta del avance tecnológico, ahora pone en riesgo la vida humana sobre la Tierra.

Es necesario, en consecuencia, volver a criticar radicalmente al liberalismo como única posibilidad de recuperar la utopía. Quizá habría que pensar en la utopía en aquellos términos que planteaba Walter Benjamin: la utopía debe servirnos para iluminar aquello que debemos destruir.

Fue precisamente eso lo que empezaron a hacer los movimientos sociales latinoamericanos, en especial los movimientos indígenas. Al oponerse al neoliberalismo desde las perspectivas de su propia constitución como movimientos alternativos, cambiaron el eje discursivo y práctico de la dominación.

Si los movimientos sociales pudieron derrotar al neoliberalismo fue porque cambiaron el registro en el que se había inscrito la dominación. Y lo hicieron porque confrontaron al neoliberalismo apelando a aquello que la ideología dominante siempre utilizó en su contra: su condición no solo de oprimidos sino de invisibilizados. Una invisibilización ontológica que fue procesada por el racismo, por el patriarcalismo, por el machismo, y todos los dispositivos ideológicos que se construyeron desde esa invisibilización ontológica y que determinaron la estructura colonial del poder y del saber en América Latina.

Quizá por ello, una de las categorías más importantes que los latinoamericanos hayamos creado para comprendernos y comprender al capitalismo y la modernidad, sea aquella propuesta por Aníbal Quijano de la colonialidad del poder y del saber. Los movimientos sociales ampliaron el horizonte emancipatorio de la humanidad cuando confrontaron al neoliberalismo con una praxis que estaba por fuera del radar de la dominación neoliberal: aquella de la resistencia como decolonialidad del poder y del saber.

El neoliberalismo intentó procesar esas respuestas que nacían desde los movimientos sociales y los movimientos indígenas y se inventó sobre la marcha la “participación ciudadana”, el “multiculturalismo”, el “pluralismo jurídico”, etc. Los movimientos sociales radicalizaron su discurso porque la solución neoliberal también se radicalizaba.

En esa tensión, los sistemas políticos de la región colapsaron bajo el precio de sus propias contradicciones. En esos precisos momentos, cuando colapsaban los sistemas políticos que habían procesado las reformas neoliberales y emergían los nuevos sistemas políticos a la luz de conceptos novedosos y alternativos como la plurinacionalidad del Estado o el Sumak Kawsay como alternativa al discurso del desarrollo, el liberalismo demostró su capacidad de reinvención.

Los nuevos sistemas políticos que surgían desde las cenizas humeantes del neoliberalismo en vez de liquidarlo y recrearse desde la dinámica que nacía de los movimientos sociales y otorgarle a la democracia la posibilidad de unir la economía, con la política y con el derecho, de tal manera que la sociedad pueda empezar a resolver sus problemas y retomar las tareas de la decolonialidad del saber y del poder, más bien terminaron replicando la episteme neoliberal conjugándola esta vez con los discursos que emergían desde los movimientos sociales y movimientos indígenas, generando un discurso equívoco, ambiguo y altamente funcional a las nuevas demandas de la acumulación del capital.

Nunca como en esa coyuntura se demostró que los movimientos indígenas tenían razón cuando planteaban la descolonización de la democracia, de la política, de la economía. Los nuevos sistemas políticos latinoamericanos, y a riesgo de generalizarlos, no significaron una salida del liberalismo sino más bien su profundización. Su opción por el desarrollismo intensivo justo en momentos en los que la ecología política demostraba la necesidad de un enfoque crítico y holístico para superar al capitalismo y la destrucción del hábitat humano que éste producía, daba cuenta de que los gobiernos de la región habían apostado por el pasado y habían cerrado las puertas a cualquier horizonte emancipatorio. En efecto, al situar las condiciones de posibilidad de la sociedad al interior de la trama modernizante y del crecimiento económico, hacían tabula rasa precisamente de aquello que siempre habían criticado los movimientos sociales y los movimientos indígenas: la matriz de progreso y desarrollo como trama de dominación y colonialidad del poder.

Las nuevas Constituciones aprobadas luego de un intenso, complejo y a veces radical proceso de movilización social y política, como fueron los casos más paradigmáticos de Ecuador y Bolivia (2008) y años antes, Venezuela, se constituyeron, paradójicamente, en la epítome del liberalismo. Tanta movilización social para finalmente reforzar a los sistemas políticos al interior de las coordenadas liberales aparecía más como una parodia que como una tragedia.

Quizá la hipótesis que explique el hecho de que la radicalidad de la movilización social en América Latina, de forma paradójica y contradictoria, haya fortalecido la matriz liberal de la dominación política, estaría en las distancias entre el movimiento obrero y el movimiento social. La episteme crítica y radical del movimiento obrero y su praxis revolucionaria no pudo armonizarse con los nuevos discursos y las nuevas propuestas del movimiento social latinoamericano. Si bien en algunos casos el movimiento obrero fue parte del movimiento social, y que algunos liderazgos sociales fueron establecidos por la clase obrera, creo que desde la crisis del socialismo real, la clase obrera fue derrotada estratégicamente.

Asumo a esa derrota estratégica como la pérdida de sentido histórico para la emancipación social, que había sido el leit motiv de la movilización obrera. Si bien forma parte de un proceso más largo y si bien en la región los procesos de industrialización fueron débiles lo que implicó también una debilidad de la clase obrera, el hecho de que la herencia de crítica radical al liberalismo que formaba parte de la memoria histórica de la clase obrera, no haya podido conjugarse con la riqueza, la novedad y la radicalidad de los nuevos movimientos sociales de América Latina, impidió la conjugación de la emancipación en dos registros: aquel de la emancipación del trabajo y aquel de la emancipación de las diferencias radicales.

Empero, el problema es más de fondo y amerita una reflexión más profunda. En realidad, era casi imposible que esa conjugación de las visiones emancipatorias pueda establecerse, porque sus registros constan en andariveles civilizatorios diferentes. Por ello, casi nunca se produjo una confluencia coherente y estructurada entre la clase obrera y los movimientos sociales. Entre ellos subyace una aporía fundamental y hace referencia al estatuto constitutivo de la modernidad y del capitalismo. Los obreros son hijos de la modernidad. Los movimientos indígenas son herencia del pasado. Para unos la utopía es memoria anticipada, es tiempo futuro. Para los otros, la utopía está en el pasado, en el tiempo que fue y que pudo haber sido.

Pero son dos visiones diferentes de tiempos. Cuando el movimiento indígena sitúa sus condiciones en el pasado, la matriz epistemológica moderna lo ve desde una visión lineal del tiempo, es decir, como algo ya superado, como puro nostos. Sin embargo, la visión de pasado que conjuga el movimiento indígena es algo más compleja. En la visión indígena el tiempo nunca es lineal, como tampoco es homogéneo el espacio. El tiempo es circular y siempre retorna sobre sí mismo. En ese retorno, el pasado, paradójicamente, está en el futuro. La comprensión de esa visión de tiempo implica formas civilizatorias diferenciadas que aún no han tendido puentes. La visión moderna se pretende única, universal y ontológicamente autoreferida. La visión indígena ha sufrido un proceso de invisibilización ontológica, en la cual su alteridad ha sido negada, violentada, e indiferenciada.

Era, y es, muy difícil que el movimiento obrero y el movimiento indígena tiendan esos puentes sin resquebrajar la unidad de lo Real que ha construido la modernidad. Sin embargo, no hay otra posibilidad si se quiere deconstruir radicalmente la propuesta liberal en todos sus matices. Es la única forma de confrontar al extractivismo, al desarrollismo y a la trama modernizante que encubre las nuevas formas de dominación y de acumulación del capital.


[1] Pablo Dávalos (1963): Economista ecuatoriano, con estudios de posgrado en Lovaina (Bélgica) y Pierre Mendes France (Grenoble-Francia). Profesor titular de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, en el área de Economía Política. Profesor de posgrado y profesor visitante de la Universidad Pierre Mendes France, de Grenoble-Francia. Vinculado a los movimientos sociales y al movimiento indígena. Coordinador del Grupo de Trabajo de CLACSO: Movimientos Indígenas en América Latina. Su último libro es: La Democracia Disciplinaria: el proyecto posneoliberal para América Latina, editado por Ed. Desde Abajo, Colombia.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio