Dialéctica de la participación social en América Latina: Los movimientos sociales en la hora posneoliberal
III Seminário Internacional Estudos sobre o Legislativo:
Desafios da Consolidação da Democracia na América Latina
Mesa 4: Inovações dos
mecanismos democráticos na América Latina
Dialéctica de la participación social en América Latina:
Los movimientos sociales en la hora posneoliberal
Pablo Dávalos[1]
América Latina está viviendo un
quiebre en la dominación posneoliberal. Este quiebre se produce por las
resistencias a la dominación posneoliberal realizada por los movimientos
sociales de la región que se expresa por la ola de huelgas, paralizaciones y
movilizaciones que se han producido durante todo el primer semestre de 2012 en
Bolivia, en especial la movilización en defensa del TIPNIS y la huelga de los
médicos y policías bolivianos, en Ecuador por las movilizaciones del año 2011 en defensa del agua, y la
oposición a la Ley Minera en el año 2013, por el escaso margen en el triunfo
electoral del Presidente Maduro. Las movilizaciones sociales también alcanzan
al Presidente Piñera en Chile, y es evidente que hay malestar social en
Argentina con la presidencia de Cristina Kirchner.
Quizá el caso de Perú es
emblemático porque marca un precedente importante en el posneoliberalismo. El
presidente peruano, Ollanta Humala, llega al poder con un discurso antisistema
y en contra de la explotación minera, pero una vez en el poder cambia
radicalmente su discurso y su praxis, y se ha convertido en una garantía de
aquello que antes denunciaba y se oponía.
La región, definitivamente, está
en procesos de transición importante que expresa los límites y posibilidades
del posneoliberalismo en la región. Aunque el uso de prefijos sobre prefijos
lleve a una exageración de la retórica y cree figuras semánticas que no existen
(como es el caso del “post” agregado al “neoliberalismo”), en el caso del
posneoliberalismo se trata de ir más allá de la retórica y contribuir a crear
una categoría política que sirva de instrumento analítico para comprender las
formas que asume la acumulación del capital y las relaciones de poder que
genera en el caso latinoamericano y su conexión con la acumulación capitalista
mundial.
La noción de “posneoliberalismo”
ha sido utilizada para comprender a los regímenes políticos que surgen luego de
la crisis del neoliberalismo en la región y que tienen un discurso crítico con
el neoliberalismo, con el FMI, el Banco Mundial y la hegemonía norteamericana.
De esta manera, el concepto de posneoliberalismo servía para designar de alguna
manera a gobiernos latinoamericanos que se oponían a las directrices del
Consenso d Washington y que empezaban a recuperar la soberanía política para
sus respectivas naciones. Los ejemplos más importantes de esos regímenes eran
los gobiernos de Chávez en Venezuela (y, posteriormente, Maduro), Correa en
Ecuador, Ortega en Nicaragua, Morales en Bolivia, y Kirchner en Argentina. Con
la denominación de posneoliberalismo fue también comprendido el gobierno de
Lula en Brasil (y posteriormente Dilma Roussef). De alguna manera, el concepto
de posneoliberalismo empataba con la noción más simbólica de “gobiernos
progresistas”, “gobiernos del socialismo del siglo XXI”, entre otras. Entre los
principales teóricos en esta línea están Emir Sader (Posneoliberalismo en
América Latina, CLACSO, Argentina, 2008), Atilio Borón (El posneoliberalismo:
un proyecto en construcción, En: La trama del neoliberalismo, crisis y
exclusión social, CLACSO, Argentina, 2003), Martha Harnecker, Juan Carlos
Monedero, entre otros.
En una versión a contrapunto de
aquella que ve en el posneoliberalismo una continuación del neoliberalismo
puede situarse a Beatriz Stolowicz (El Debate actual: posliberalismo o
anticapitalismo. En: América Latina hoy ¿reforma o revolución?, Ed. Ocean Sur,
México, 2009), Pablo Dávalos (La Democracia Disciplinaria: el proyecto
posneoliberal para América Latina. Ed. Desde Abajo, Bogotá, 2012). En esta
misma línea crítica pueden también adscribirse las propuestas teóricas y las
críticas de Raúl Zibechi, Luis Tapia, Raúl Prada, Raquel Gutiérrez, Carlos
Walter Porto-Gonçalves, entre otros.
En efecto, América Latina
resistió de todas las formas posibles al embate neoliberal de los años setenta,
ochenta y noventa. Fue en América Latina en donde el neoliberalismo hizo su
ingreso a la historia con un expediente de horror y perversidad pocas veces
vista en la historia humana. Las dictaduras militares en el cono sur del
continente, en los años setenta, llevaron al extremo la crueldad y el miedo
para, precisamente, crear las condiciones de posibilidad del neoliberalismo.
Fueron esas dictaduras las que crearon una figura de esa crueldad que consta en
los anales de la historia del neoliberalismo: los desaparecidos.
Fue también en América Latina en
donde el FMI tuvo todo el espacio social para sus experimentos de la tabula rasa. En efecto, las políticas de
shock del FMI intentaron destruir el tejido social de una sola vez y para
siempre y sobre esa desaparición inscribir el diktat del mercado. De hecho, los
sistemas políticos de la región se convirtieron en la cobertura jurídica para
la imposición del FMI. Sin embargo, a medida que el FMI destruía a las
sociedades latinoamericanas éstas creaban formas de resistencia cada vez más
creativas e innovadoras.
Las dictaduras del cono sur no
pudieron en contra de la movilización social a pesar de todo el miedo que
generaron. El FMI tampoco pudo con las movilizaciones sociales que sucedieron
en toda América Latina. Ahora bien, cuando los obreros y sus organizaciones
políticas fueron derrotados estratégicamente por el FMI, porque éste planteaba
una desindustrialización intensiva asumieron, entonces, la posta los nuevos
movimientos sociales con un discurso y un una praxis innovadoras e inéditas.
La década de los años ochenta fue
la década perdida para el crecimiento económico, como lo dijo la Comisión
Económica para América Latina, CEPAL, pero fue la década de la resistencia, la
movilización, la búsqueda de alternativas. Esas resistencias hicieron explosión
en la década de los noventa. Desde el levantamiento indígena ecuatoriano de
1990 hasta la batalla de Seattle en 1999, pasando por la insurrección de
Chiapas en 1994 y la insurrección de Caracas del mismo año, la movilización social
en contra del neoliberalismo alcanzó las cotas más altas.
Esa movilización puso contra las
cuerdas al FMI y al Banco Mundial. El neoliberalismo estuvo a la defensiva e
intentó articular discursos y propuestas que lo enmascaren. Fueron los tiempos
del “ajuste con rostro humano”, “reforma estructural con participación”, “pacto
social para el pacto fiscal”, etc. Esa resistencia social al neoliberalismo fue
creando disputas de contenidos y proponiendo alternativas hasta entonces
inéditas como fueron los casos de los presupuestos participativos del Partido
de los Trabajadores en Porto Alegre, y los Foros Sociales Mundiales que se
convocaron bajo el lema de “otro mundo es posible”.
En América Latina, los
movimientos indígenas y movimientos sociales se convierten en la columna
vertebral de la resistencia al neoliberalismo e incorporan a la agenda política
de la región temas antes desconocidos como el Estado Plurinacional, el “mandar
obedeciendo”, el “mundo en el que quepan todos los mundos”, la noción de “nada
para nosotros y todo para todos”, la “unidad en la diversidad” y, más tarde, el
Sumak Kawsay (Buen Vivir), como concepto que confronta a la episteme misma de
la noción de crecimiento y desarrollo económico y que será incorporado a los
textos Constitucionales de Bolivia y Ecuador en el año 2008.
Empero, la acumulación del
capital trató de vencer estas resistencias y se movió en una lógica de fuga
hacia delante. A pesar de ello modelo neoliberal empieza, literalmente, a
caerse a pedazos en la región: en 1997 la moneda brasileña es atacada por los
especuladores mundiales y Brasil entra en recesión; en Ecuador en 1999 se
produce una crisis económica que termina con la moneda nacional y lleva al país
a su crisis económica más importante desde su fundación como república; en el
2001 sucede lo mismo en Argentina, la crisis de la convertibilidad crea un
vacío político y en menos de un año se suceden cinco presidentes de la
república; en ese mismo periodo se produce la guerra del agua en Cochabamba,
Bolivia.
Todos los indicadores económicos
y sociales demuestran el fracaso rotundo del modelo neoliberal en la región.
Hay una regresión en indicadores de educación, salud, integración social,
seguridad y previsión social, etc. Esta crisis arrasa con los sistemas
políticos de la región que siempre se habían constituido en los garantes y
operadores del neoliberalismo. Con la elección de Hugo Chávez a la Presidencia
de la República, empieza el réquiem del neoliberalismo en la región.
Para fines de la primera década
del 2000, casi todos los presidentes de la región mantienen distancias
prudentes o radicales con el neoliberalismo. Ninguno de ellos lo suscribe
públicamente, aunque sus políticas públicas continúen la tradición neoliberal,
como el caso del Presidente Santos en Colombia (2011-2012).
Es decir, si se mira la historia
reciente de América Latina, se puede constatar que la región fue un campo de
batalla en contra del neoliberalismo porque éste había sido la ideología que la
acumulación del capital necesitaba. Para la primera década del 2000, en casi
todos los países latinoamericanos esa versión monetarista y de duro rigor
fiscal del FMI y del Banco Mundial había perdido espacio de forma irremisible.
La victoria era de los movimientos sociales. De hecho, era el momento de los
nuevos movimientos sociales.
Sin embargo, en esa transición de
los movimientos sociales de su capacidad de resistencia, movilización y
contrapoder, hacia el sistema político liberal, por la vía de las elecciones y
su apoyo a partidos políticos de izquierda, subyace uno de los fenómenos
políticos más interesantes y complejos de la coyuntura política del continente,
porque implica precisamente la transición hacia algo que, efectivamente puede
ser denominado como posneoliberalismo.
La incorporación de los
movimientos sociales hacia el sistema político liberal marca su desaparición
como contrapoder y capacidad de resistencia al liberalismo y, en consecuencia,
las dinámicas más profundas de la acumulación capitalista. Se trata de una
aporía y una antinomia al mismo tiempo. Es la aporía y la antinomia del
liberalismo y de la democracia liberal en un contexto de acumulación del
capital y renovación de las formas de dominación política y económica que la
acumulación requiere.
Si en el siglo XIX la clase
obrera estaba, por así decirlo, en guardia en contra de la ilusión liberal, a
la que los teóricos del socialismo clásico siempre lo habían considerado como
un simulacro del poder, para el siglo XXI el horizonte emancipatorio se había
reducido a las coordenadas del liberalismo decimonónico. En otros términos, no
había posibilidades de imaginar lo social por fuera de las coordenadas
liberales.
La clase obrera del siglo XIX y
hasta mediados del siglo XX, siempre había sospechado del liberalismo, sobre
todo porque su herencia marxista y radical le habían enseñado una suspicacia
que rebasaba a toda sospecha hermenéutica. La clase obrera sabía que el horizonte
emancipatorio se abriría para la humanidad por la revolución y no por las
elecciones. Comprendía el carácter de clase del Estado y siempre sospechó de
las elecciones. Sabía que la reificación no era solo un fenómeno económico sino
también político. El ser reificado y la falsa conciencia que generaba la
reificación no solo habían sido separados de su propia producción sino también
de su propio ser político. El liberalismo sancionaba esa reificación política y
creaba la ilusión del poder con las elecciones y su “regla de la mayoría”.
En Europa, durante las primeras
décadas del siglo XX, hubo un fortísimo debate entre la tradición
revolucionaria de la clase obrera y la política reformista de la
socialdemocracia. Un debate que provocó la ruptura de la Segunda Internacional
y la creación de la Tercera Internacional. A fines del siglo XX, la caída de los
socialismos reales y su comprobación de que se trataban de regímenes
totalitarios que se habían legitimado utilizando en beneficio propio el
discurso y la propuesta del socialismo, implicaron el fortalecimiento de la
propuesta liberal.
A fines del siglo XX, el
liberalismo se había convertido en el pensamiento único. Su doxa dominaba en la
política, la economía, la cultura, el derecho, las instituciones, la ideología,
en fin, en todo el plexo social. El liberalismo se asumía tan democrático,
pluralista y tolerante que solamente aceptaba versiones de sí mismo. Los
discursos críticos y radicales fueron olvidados. El liberalismo creó un
discurso propio que invisibilizaba cualquier alternativa: el discurso de la
posmodernidad. En ese discurso se asumió la crisis de los metarrelatos y el
nacimiento de las “pequeñas historias”. Empero, el único metarrelato que fue
salvado de esa crisis fue, precisamente, el discurso liberal. A pesar de toda
su debilidad teórica, el pensador norteamericano Francis Fukuyama, había tenido
razón: la humanidad, con el liberalismo, había llegado al fin de la historia.
De su parte, los partidos de
izquierda, en especial la socialdemocracia europea, se daban golpes de pecho y
renunciaban a cualquier herencia radical y a cualquier opción por fuera del
liberalismo. Mantenían el nombre de socialistas o socialdemócratas pero, en
realidad, se habían transformado en social-liberales. Incluso los comunistas
más radicales transigieron su propuesta revolucionaria por una versión algo más
radical del liberalismo. Se produjo una gran convergencia hacia el mainstream
liberal.
Empero el liberalismo, incluso en
sus variantes más democráticas, jamás podrá procesar ni superar las
contradicciones fundamentales que lo atraviesan y lo constituyen. El
liberalismo no podrá unir aquello que separa. El caso de la política y de la
economía es un buen ejemplo. En la episteme y praxis liberal, la economía se
procesa y se regula desde su propio ámbito: el mercado. Mientras que la
política y el poder se regulan y administran con una lógica que nada tiene que
ver con la economía. Las elecciones pueden producir un recambio en el poder
político pero jamás alterarán la estructura de poder de la economía.
De la misma manera con el derecho
liberal. El derecho a la propiedad privada es inviolable. Ni la política ni la
economía pueden transformarlo, a condición que no sea para su fortalecimiento y
reconocimiento global. La economía, el derecho y la política, a pesar de forma
parte de un solo proceso y de una sola dinámica histórica, aparecen separadas
de forma radical e irresoluble.
Es el liberalismo el que produce
esa separación, o esa cesura radical. Es imposible cerrar esas cesuras desde el
liberalismo, porque el rol del liberalismo es mantener separada la política de
la economía y a éstas del derecho. Sin embargo, no se pueden resolver los
problemas sociales sin que se produzcan transformaciones en la política, en la
economía y en el derecho, al mismo tiempo y de la misma intensidad.
Es necesario devolverle a la
sociedad la posibilidad de resolver de manera conjunta y coherente sus
problemas políticos, económicos y sociales. Mas, esa resolución será imposible
al interior del liberalismo. Se trata de una aporía que los movimientos obreros
tenían claro en el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX. Por ello en el
discurso de la revolución no cabía el liberalismo.
Ahora bien, puede ser que la
propuesta revolucionaria, sobre todo luego de la crisis de los socialismos
reales, haya sido un fracaso. Negarlo sería negar la historia. La cuestión,
empero, es si ese fracaso histórico de la propuesta revolucionaria ameritaba su
desaparición del horizonte de posibilidades humanas. El socialismo real
fracasó, qué duda cabe, pero el capitalismo liberal también lo ha hecho, con el
agravante de que el fracaso del liberalismo, habida cuenta del avance
tecnológico, ahora pone en riesgo la vida humana sobre la Tierra.
Es necesario, en consecuencia,
volver a criticar radicalmente al liberalismo como única posibilidad de
recuperar la utopía. Quizá habría que pensar en la utopía en aquellos términos
que planteaba Walter Benjamin: la utopía debe servirnos para iluminar aquello
que debemos destruir.
Fue precisamente eso lo que
empezaron a hacer los movimientos sociales latinoamericanos, en especial los
movimientos indígenas. Al oponerse al neoliberalismo desde las perspectivas de
su propia constitución como movimientos alternativos, cambiaron el eje
discursivo y práctico de la dominación.
Si los movimientos sociales
pudieron derrotar al neoliberalismo fue porque cambiaron el registro en el que
se había inscrito la dominación. Y lo hicieron porque confrontaron al
neoliberalismo apelando a aquello que la ideología dominante siempre utilizó en
su contra: su condición no solo de oprimidos sino de invisibilizados. Una
invisibilización ontológica que fue procesada por el racismo, por el patriarcalismo,
por el machismo, y todos los dispositivos ideológicos que se construyeron desde
esa invisibilización ontológica y que determinaron la estructura colonial del
poder y del saber en América Latina.
Quizá por ello, una de las
categorías más importantes que los latinoamericanos hayamos creado para
comprendernos y comprender al capitalismo y la modernidad, sea aquella
propuesta por Aníbal Quijano de la colonialidad del poder y del saber. Los
movimientos sociales ampliaron el horizonte emancipatorio de la humanidad cuando
confrontaron al neoliberalismo con una praxis que estaba por fuera del radar de
la dominación neoliberal: aquella de la resistencia como decolonialidad del
poder y del saber.
El neoliberalismo intentó
procesar esas respuestas que nacían desde los movimientos sociales y los
movimientos indígenas y se inventó sobre la marcha la “participación
ciudadana”, el “multiculturalismo”, el “pluralismo jurídico”, etc. Los
movimientos sociales radicalizaron su discurso porque la solución neoliberal
también se radicalizaba.
En esa tensión, los sistemas
políticos de la región colapsaron bajo el precio de sus propias
contradicciones. En esos precisos momentos, cuando colapsaban los sistemas
políticos que habían procesado las reformas neoliberales y emergían los nuevos
sistemas políticos a la luz de conceptos novedosos y alternativos como la plurinacionalidad
del Estado o el Sumak Kawsay como alternativa al discurso del desarrollo, el
liberalismo demostró su capacidad de reinvención.
Los nuevos sistemas políticos que
surgían desde las cenizas humeantes del neoliberalismo en vez de liquidarlo y
recrearse desde la dinámica que nacía de los movimientos sociales y otorgarle a
la democracia la posibilidad de unir la economía, con la política y con el
derecho, de tal manera que la sociedad pueda empezar a resolver sus problemas y
retomar las tareas de la decolonialidad del saber y del poder, más bien terminaron
replicando la episteme neoliberal conjugándola esta vez con los discursos que
emergían desde los movimientos sociales y movimientos indígenas, generando un
discurso equívoco, ambiguo y altamente funcional a las nuevas demandas de la
acumulación del capital.
Nunca como en esa coyuntura se
demostró que los movimientos indígenas tenían razón cuando planteaban la
descolonización de la democracia, de la política, de la economía. Los nuevos
sistemas políticos latinoamericanos, y a riesgo de generalizarlos, no significaron
una salida del liberalismo sino más bien su profundización. Su opción por el
desarrollismo intensivo justo en momentos en los que la ecología política
demostraba la necesidad de un enfoque crítico y holístico para superar al
capitalismo y la destrucción del hábitat humano que éste producía, daba cuenta
de que los gobiernos de la región habían apostado por el pasado y habían
cerrado las puertas a cualquier horizonte emancipatorio. En efecto, al situar
las condiciones de posibilidad de la sociedad al interior de la trama
modernizante y del crecimiento económico, hacían tabula rasa precisamente de
aquello que siempre habían criticado los movimientos sociales y los movimientos
indígenas: la matriz de progreso y desarrollo como trama de dominación y colonialidad
del poder.
Las nuevas Constituciones
aprobadas luego de un intenso, complejo y a veces radical proceso de
movilización social y política, como fueron los casos más paradigmáticos de
Ecuador y Bolivia (2008) y años antes, Venezuela, se constituyeron,
paradójicamente, en la epítome del liberalismo. Tanta movilización social para
finalmente reforzar a los sistemas políticos al interior de las coordenadas
liberales aparecía más como una parodia que como una tragedia.
Quizá la hipótesis que explique el
hecho de que la radicalidad de la movilización social en América Latina, de
forma paradójica y contradictoria, haya fortalecido la matriz liberal de la
dominación política, estaría en las distancias entre el movimiento obrero y el
movimiento social. La episteme crítica y radical del movimiento obrero y su
praxis revolucionaria no pudo armonizarse con los nuevos discursos y las nuevas
propuestas del movimiento social latinoamericano. Si bien en algunos casos el
movimiento obrero fue parte del movimiento social, y que algunos liderazgos
sociales fueron establecidos por la clase obrera, creo que desde la crisis del
socialismo real, la clase obrera fue derrotada estratégicamente.
Asumo a esa derrota estratégica
como la pérdida de sentido histórico para la emancipación social, que había sido
el leit motiv de la movilización
obrera. Si bien forma parte de un proceso más largo y si bien en la región los
procesos de industrialización fueron débiles lo que implicó también una
debilidad de la clase obrera, el hecho de que la herencia de crítica radical al
liberalismo que formaba parte de la memoria histórica de la clase obrera, no
haya podido conjugarse con la riqueza, la novedad y la radicalidad de los
nuevos movimientos sociales de América Latina, impidió la conjugación de la
emancipación en dos registros: aquel de la emancipación del trabajo y aquel de
la emancipación de las diferencias radicales.
Empero, el problema es más de
fondo y amerita una reflexión más profunda. En realidad, era casi imposible que
esa conjugación de las visiones emancipatorias pueda establecerse, porque sus
registros constan en andariveles civilizatorios diferentes. Por ello, casi
nunca se produjo una confluencia coherente y estructurada entre la clase obrera
y los movimientos sociales. Entre ellos subyace una aporía fundamental y hace
referencia al estatuto constitutivo de la modernidad y del capitalismo. Los
obreros son hijos de la modernidad. Los movimientos indígenas son herencia del
pasado. Para unos la utopía es memoria anticipada, es tiempo futuro. Para los
otros, la utopía está en el pasado, en el tiempo que fue y que pudo haber sido.
Pero son dos visiones diferentes
de tiempos. Cuando el movimiento indígena sitúa sus condiciones en el pasado,
la matriz epistemológica moderna lo ve desde una visión lineal del tiempo, es
decir, como algo ya superado, como puro nostos. Sin embargo, la visión de
pasado que conjuga el movimiento indígena es algo más compleja. En la visión
indígena el tiempo nunca es lineal, como tampoco es homogéneo el espacio. El
tiempo es circular y siempre retorna sobre sí mismo. En ese retorno, el pasado,
paradójicamente, está en el futuro. La comprensión de esa visión de tiempo
implica formas civilizatorias diferenciadas que aún no han tendido puentes. La
visión moderna se pretende única, universal y ontológicamente autoreferida. La
visión indígena ha sufrido un proceso de invisibilización ontológica, en la
cual su alteridad ha sido negada, violentada, e indiferenciada.
Era, y es, muy difícil que el
movimiento obrero y el movimiento indígena tiendan esos puentes sin
resquebrajar la unidad de lo Real que ha construido la modernidad. Sin embargo,
no hay otra posibilidad si se quiere deconstruir radicalmente la propuesta
liberal en todos sus matices. Es la única forma de confrontar al extractivismo,
al desarrollismo y a la trama modernizante que encubre las nuevas formas de
dominación y de acumulación del capital.
[1] Pablo Dávalos (1963):
Economista ecuatoriano, con estudios de posgrado en Lovaina (Bélgica) y Pierre Mendes
France (Grenoble-Francia). Profesor titular de la Pontificia Universidad
Católica del Ecuador, en el área de Economía Política. Profesor de posgrado y
profesor visitante de la Universidad Pierre Mendes France, de Grenoble-Francia.
Vinculado a los movimientos sociales y al movimiento indígena. Coordinador del
Grupo de Trabajo de CLACSO: Movimientos Indígenas en América Latina. Su último
libro es: La Democracia Disciplinaria: el proyecto posneoliberal para América
Latina, editado por Ed. Desde Abajo, Colombia.
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