El gobierno de Guillermo Lasso ¿Crónica de un fracaso anunciado?
Pablo Dávalos
En realidad no se necesita de una gran dosis de presciencia para advertir que el naciente gobierno de Guillermo Lasso se enfrenta a desafíos que rebasan su propia capacidad de entendimiento, así como su real margen de maniobra. Lasso ha conformado un gabinete en función de sus coordenadas ideológicas lo cual es, por supuesto, coherente con su propio proyecto político. Su discurso de posesión así como sus declaraciones dan cuenta que no se ha movido un milímetro de su ideología. Como banquero privado acumuló una inmensa fortuna desde la intermediación y especulación financiera, y su presencia en la política en las últimas décadas que siempre ha sido al lado de gobiernos de derecha y neoliberales le han reafirmado y ratificado en su doxa. Desde esa praxis y desde ese alineamiento, Lasso ha sido y es profundamente ideológico.
Su ideología se resume en una posición de principio que es aquella del liberalismo decimonónico: los mercados no son solo mecanismos de asignación de recursos escasos, sino fundamentos del orden social, adosada con tintes católicos ultramontanos. Los mercados, para esta visión del mundo, son el locus de la eficiencia y el pragmatismo y se codifican desde la lógica del egoísmo y la maximización del beneficio individual. La política, las instituciones, las decisiones más importantes, en consecuencia, tienen que girar hacia el mercado, mientras que el Estado debe recluirse hacia un rincón de la sociedad para observar cómo opera el mercado y, en el mejor de los casos, convertirse en el árbitro para que todos los actores respeten las reglas de juego.
El filósofo americano Robert Nozick lo denominaba “Estado mínimo” a ese proyecto liberal del siglo XIX que se convirtió en neoliberalismo desde mediados del siglo XX. De una u otra manera, esa ha sido la justificación moral y política del neoliberalismo que opone el Estado a la libertad individual. El problema es que el Estado que las sociedades del siglo XXI reclaman, no se parece en nada al Estado decimonónico porque existen nuevas formas de contractualidad y de políticas públicas que van desde el Estado de Bienestar, hasta el Estado constitucional de derechos y justicia como en el caso del Ecuador. Esta precisión es importante porque certifica una especie de desajuste o desfase entre la ideología de Guillermo Lasso y el principio de realidad de la política en el país.
Es este desajuste el que puede dar plausibilidad a las siguientes hipótesis:
(i) el gobierno de Guillermo Lasso estaría condenado al fracaso político: la adscripción a la ideología liberal es un contrasentido y va en colisión directa con el tiempo histórico marcado por la pandemia y la emergencia de la “nueva normalidad”. En el mundo post-pandemia las nociones de Estado mínimo, no tienen ningún sentido y, de hecho, son incoherentes con la coyuntura. Lo que la sociedad reclama con insistencia es el retorno del Estado. Se trata de una demanda que se ve avalada por la necesidad de protección social ante una amenaza que la rebasa y ante la cual las únicas respuestas solo pueden nacer desde lo público. No se puede detener a la peste desde el mercado y, menos aún, desde el Estado mínimo. Una política de Estado mínimo puede parecerse, en el contexto de la peste, a un verdadero genocidio. Los países que descuidaron sus sistemas públicos de salud y que apostaron por los mercados privados de salud fueron los que más víctimas sufrieron por la pandemia del Covid-19. Pero no es solo eso, sino que la pandemia desbarató los acuerdos institucionales construidos sobre la producción, distribución y consumo de bienes y servicios. La adscripción del empleo a un esquema de producción que tenía cierta racionalidad en un capitalismo sin trabas, con la pandemia del Covid-19 se vino abajo. A los millones de desocupados producto de la ineficiencia estructural del capitalismo y de las fallas del mercado, ahora se suman los millones de desocupados por las interrupciones en la producción y circulación mercantil provocadas por la pandemia. El empleo ya no es una posibilidad que supuestamente debe estructurarse desde el mercado, sino que la única posibilidad para resolverlo está en el Estado y en un fuerte sector público con capacidad regulatoria. Las cuestiones, por tanto, son ¿cómo resolver los problemas del siglo XXI con una ideología del siglo XIX?, ¿cómo construir un Estado sólido, con un fuerte sector público, y con una visión de largo plazo para construir la “nueva normalidad” cuando se piensa que el Estado es un obstáculo y hay que reducirlo?, ¿cómo resolver el problema del desempleo con una visión que no corresponde a las necesidades de la realidad?
(ii) la apuesta por el mercado es una apuesta perdida: el gobierno de Lasso apostará por el mercado para la regulación social, esto significa que llevará adelante un intenso programa de transferencias al sector privado de políticas públicas así como de infraestructuras públicas. La Constitución le prohíbe las privatizaciones, pero se acogerá al estatuto de las concesiones a las cuales va a convertir en una forma disfrazada de privatización. A través de la delegación al sector privado de políticas públicas y de la gestión de recursos públicos, el gobierno de Lasso piensa que se pueden resolver los problemas de la crisis sanitaria y la crisis económica. El problema radica en que el sector privado, al menos en el caso del país, está atravesado por corporativismo, rentismo, prácticas colusorias, monopolios, oligopolios, monopsonios, asimetrías de información, entre otros, que exacerbarán los problemas existentes, y crearán más dificultades aún en los cuales los precios relativos se van a desajustar de la relación ingreso-gasto de los hogares y van a provocar un fuerte sentimiento de descontento social. Es fácil imaginar la reacción de los hogares, de las medianas empresas, de los productores, de los campesinos, entre otros, cuando tengan que pagar una cantidad desmesurada de peajes al momento de transitar por las carreteras del país, o cuando tengan que pagar facturas de energía eléctrica cada vez más elevadas, o cuando tengan que pagar costos de transacción financieros cada vez más altos, o cuando tengan que pagar por servicios públicos que antes eran gratuitos, o cuando llenar el tanque de combustible de su vehículo se convierta en una pesadilla, o cuando los pobladores de territorios rurales tengan que ser expulsados porque esos territorios han sido subastados a empresas mineras o petroleras. En ese momento, la sociedad va a comprender que su decisión electoral quizá fue equivocada y va a reaccionar en consonancia con ello. Va a tratar de compensar esa equivocación. Así, la apuesta por el mercado, a larga, le va a ocasionar más problemas que resolverlos porque le enajena la legitimidad. Con mercados manejados por un sector privado y empresarial que tiene mucho de lumpen-burguesía, nunca se resolverán ni el desempleo ni la redistribución del ingreso, tampoco la competitividad, más bien se agravarán. Los grupos de poder económico se fortalecerán aún más, y desde esa fortaleza evitarán y neutralizarán cualquier demanda de cambio social. Tendrán a su disposición un aparato mediático que no se hará ningún problema a la hora de distorsionar la realidad y manipular la conciencia social, y un aparato represivo que piensa que tiene un amplio margen de maniobra que le asegure la impunidad;
(iii) la reducción del Estado y los acuerdos con el FMI le conducen directamente a una pérdida de credibilidad: el gobierno de Lasso cree firmemente que hay que reducir el déficit fiscal a partir de la reducción del gasto corriente, y que la deuda pública debe orientarse y definirse exclusivamente a partir de la emisión de bonos soberanos en los mercados financieros de capitales con el apoyo de la banca multilateral. Quizá en otros contextos una creencia de ese estilo no hubiese provocado tantos desajustes económicos y sociales como ahora. Mas, reducir el gasto corriente, cuando es la única posibilidad que la sociedad tiene para defenderse de los estragos de la peste, y justificar esa reducción solamente por razones ideológicas, es empujar a la sociedad al abismo. El gasto corriente es el que financia directamente a los sectores sociales, como salud, educación e inclusión social. Es el gasto corriente el que permite a la sociedad tener una línea de defensa ante los efectos de la pandemia y es la condición de posibilidad para crear la nueva normalidad. Sin gasto corriente es imposible la institucionalidad que soporte y estructure la nueva normalidad. No obstante, Lasso apunta a dinamitar el gasto corriente, su principal baza ante la coyuntura, y lo hace por razones de ideología pero también por corporativismo. De una parte se encamina hacia la reducción del gasto corriente (fundamentalmente la reducción de la nómina pública y compras gubernamentales en sectores claves como salud y educación), mientras que de otra parte apunta a eximir de responsabilidades fiscales a los grandes grupos económicos, sus principales aliados políticos por lo demás y, en cambio, transferir esas responsabilidades tributarias específicamente a los más pobres. El mecanismo será a través de la ampliación de la base tributaria, la eliminación de exenciones de impuestos indirectos a bienes y servicios básicos de la canasta familiar, y la apuesta por impuestos regresivos más que impuestos progresivos, en fin, algo ya establecido en las directrices generadas en el programa de consolidación fiscal del FMI y del cual el gobierno de Lasso no piensa despegarse un milímetro. Es de suponer que estas reformas fiscales puedan provocar una respuesta muy parecida a una reforma también similar que se quiso aprobar en Colombia por el gobierno de Duque, otro gobierno con características ideológicas muy análogas a las de Guillermo Lasso, y es de conjeturar que Lasso intente la misma respuesta pero que se confronte con los mismos resultados. Quizá el adagio popular tenga razón cuando dice que es de locos esperar resultados diferentes cuando siempre se hace lo mismo;
(iv) la desarticulación institucional le pasará una factura política importante: el programa político de Lasso es imposible con la Constitución y con la arquitectura institucional existente. En efecto, las disposiciones constitucionales van a contrapunto con las intenciones del gobierno de Lasso. El sentido de planificación pública, la garantía de los derechos, la descentralización y autonomías, la prohibición de las privatizaciones, el derecho humano al agua, los derechos de la naturaleza, entre otras disposiciones constitucionales, generan un escenario incómodo para el nuevo gobierno. Su margen de maniobra se estrecha por las restricciones constitucionales existentes. Por ejemplo, si suscribe acuerdos de libre comercio, tiene que enfrentar la prohibición constitucional de efectuarlos y, si hace caso omiso de la interdicción constitucional, se genera un escenario de inseguridad jurídica. Si pretende privatizar la seguridad social, tiene que también hacer frente a la imposibilidad constitucional de hacerlo, amén de la resistencia social. Tiene que cumplir con las preasignaciones previstas en la Constitución para las universidades, la salud, la educación y los gobiernos autónomos descentralizados, en un contexto en el cual ha recibido de herencia atrasos y deudas con esos sectores que representan cerca del 10% del presupuesto general del Estado, y sin la posibilidad de utilizar el banco central para resolverlos, porque su visión ideológica hizo que se amputen los instrumentos monetarios que puedan dar salida a este atolladero. Los compromisos con el FMI también le implican la desarticulación de la institucionalidad existente, porque el FMI le reclama un programa de consolidación fiscal que apunta a una reducción importante del sector público y le ata de pies y manos para resolver los problemas fiscales. Cuando la ciudadanía sienta los estragos de esa desarticulación institucional, también va a comprender que su decisión electoral se guió más por emociones del momento que por un cálculo meditado y sobrio sobre las consecuencias de su voto;
(v) el inevitable conflicto social:el choque de trenes es inevitable. Primero con el sistema político. Lasso no tiene mayoría en la Asamblea y se confronta a movimientos y partidos que no comparten su visión ideológica del mundo y que no necesariamente la avalarán suscribiendo sus proyectos de ley. Más temprano que tarde el choque con el legislativo es inminente y no será fácil para el gobierno. Pero el escenario de mayor conflictividad es aquel de los movimientos sociales, la ciudadanía y, en especial, el movimiento indígena. Como si fuese un presagio de su gobierno, el mismo día en el que Lasso se posesionó como Presidente de la República, comuneros indígenas salieron a protestar en las principales carreteras del país porque el incremento del costo de los combustibles y la inflexibilidad del sistema financiero a la hora de reclamar pagos atrasados de los créditos otorgados a los comuneros y a las familias así como a los pequeños productores, los habían puesto contra la pared. El movimiento social en el Ecuador es potente y lo ha demostrado en repetidas ocasiones a lo largo de la historia reciente. La ideología del gobierno de Lasso no le permite comprender que no es el movimiento social el que está equivocado sino su propia ideología la que no corresponde al momento que el país vive. Probablemente culpará a la dirigencia social de extremismo e intentará apelar a un diálogo imposible, porque no se puede dialogar con un gobierno cuya ideología no le permite comprender su propia situación de fragilidad. La apuesta del gobierno de Lasso de confrontar las movilizaciones sociales con la fuerza es una apuesta perdida. Ya se demostró que la fuerza y la violencia no pueden detener ni alterar las consecuencias de una movilización social, solo demuestran debilidad política del gobierno. En un escenario de conflicto social, los únicos mecanismos para resolverla son políticos. Mas, para utilizarlos de manera correcta, hay que tener un sentido de pragmatismo político que solo puede emerger a partir de una lectura coherente de la realidad. Para eso, hay que desprenderse de las visiones ideológicas y asumir la realidad política tal cual es. Para algunos sectores del gobierno y con relación al tejido empresarial de los grandes grupos, quizá el gobierno no debe ceder ante la presión social y van a empujar por una línea de intransigencia y de la prevalencia del orden y la autoridad de la ley. Pero esa es una vía sin salida que en vez de ayudarle al gobierno a resolver su propia gobernabilidad no hace sino condenarlo a una crisis aún mayor. Para otros sectores del gobierno, es la intransigencia y radicalidad de los líderes sociales lo que explicaría las movilizaciones sociales, esta posición imposta y transfiere un problema que nace desde la realidad hacia personajes y actores que nacen y se deben a una realidad concreta, pero asignar culpas tampoco resuelve esos problemas. Para resolverlos, y a riesgo de insistir, Lasso tendrá que cambiar su visión ideológica del mundo, asumir el principio de realidad de la política, y girar hacia un pragmatismo político más coherente, la cuestión, por tanto, es: ¿lo hará?
(vi) los problemas de fondo, ingobernabilidad, crisis económica, y un esquema de dolarización que tambalea: Acosado por un legislativo que no le otorgará el espacio de maniobra suficiente para su programa político y económico, porque es difícil asumir que partidos políticos que no suscriben su ideología tengan que inmolarse por un gobierno que no les pertenece, y hostigado por movilizaciones sociales que nacen del descontento social por la difícil situación económica y sanitaria, el escenario inminente es de ingobernabilidad. ¿Cómo resolverlo? Quizá el gobierno piense que el mecanismo de diálogo bajo el paraguas del “encuentro social” pueda darle algo de oxígeno para el mediano plazo, pero es una ilusión, porque el diálogo se produce cuando los interlocutores están dispuestos a moverse de sus posiciones originales, y es muy probable que el gobierno insista en su visión ideológica de la economía y la política, mientras que el movimiento social se ratifique en sus pronunciamientos. De otro lado, es evidente que la violencia y la represión no resuelven nada, menos aún en los primeros meses de gobierno cuando el gobierno más necesita de legitimidad. Los problemas políticos no se resuelven con la policía, la represión ni con bombas lacrimógenas o disparando a mansalva contra la población, sino con decisiones políticas. Y estas decisiones tienen que ser inteligentes. El único camino que tiene Lasso para asegurar la gobernabilidad a mediano y largo plazo es revisar a fondo su visión ideológica y adecuarla al momento y circunstancias de su gobierno. Hay que comprender que la gobernabilidad del régimen de Lasso no radica fuera de él sino que está en sí mismo. El obstáculo más importante que tiene para su propia gobernabilidad es su visión ideológica del mundo. Ahora más que nunca tiene que apelar a un sentido inminente de pragmatismo y asumir el principio de realidad de la política tal como es, no como él y su equipo piensan que debería ser. Con ello puede afrontar la otra espada de Damocles que se cierne sobre su gobierno: la crisis económica y monetaria. Si cede a su ideología y suscribe, por ejemplo, la liberalización de la balanza de pagos y la eliminación del impuesto a la salida de divisas, un pedido unánime de las cámaras empresariales y los bancos, que ahora son aliados y consejeros, liquidará al mediano plazo los pilares que sostienen el esquema de dolarización de la economía, y si hay una crisis más fuerte que la crisis política, definitivamente es la crisis del esquema monetario. Ningún gobierno puede resistir una crisis de la moneda. El Ecuador no tiene posibilidad alguna de confrontar una crisis monetaria porque no está preparado institucional ni socialmente para ello. La defensa de la dolarización ahora depende de una visión del mundo, de una ideología. La posmodernidad fracasó al predecir que se vive en un mundo post-ideológico. Si hay algo que caracteriza a nuestro mundo es, por el contrario, la ideología. Es absolutamente legítimo que un gobierno tenga su ideología, de hecho ha sido electo por eso, pero es también un ejercicio de sensatez adecuar esa visión ideológica al principio de realidad que genera las condiciones de gobernabilidad de su propio régimen. Si, a pesar de todo, el gobierno de Guillermo Lasso insiste en fracasar, sabemos ahora dónde radica la razón de su fracaso.
Como estas, esta bien el analisis pero ,el problema no es solo superficial es estructural, que quiero decir no es el gobierno como tal el problema es el sistema. Lasso es uno mas de los representates de las oligarquias financieras que se han enriquesido en este periodo de la pandemia en el mundo a costa de la muerte y la miseria que han condenado a millones de personas. La solucion es luchar en abolir este sistema.
ResponderEliminarPedir que el banquero Lasso cambie su ideología es pedir peras al olmo, al contrario, confirmará su posición neoliberal decimonónica mercachifle siguiendo al pie de la letra las directrices del FMI fortaleciendo con creces el aparataje mediático y represivo; está sucediendo en Colombia, y como Ud. manifiesta, el choque de trenes es inevitable; un estallido social es inminente. Quizá pequemos de pesimistas, pero la lógica y la razón no nos llevan a otro derrotero.
ResponderEliminarEl error que el pueblo ecuatoriano cometió se dio porque les endieron odio injustificado aupado por la prensa mercantilista, claro está que este gobierno neoliberal ahondara la crisis en un sistema económico y social muy debilitado por la pandemia y un gobierno saliente inepto, pero esa propuesta ganó y sólo esperar lo que tenga que pasar. Nuestros hermanos Ecuatorianos deben comprender en algún momento que el estado garatista y protetor no es paternalismo ni cosa de vagos es una forma de poder terminar con las injusticias e inequidades sociales. Muy acertada su opinión estimado PABLO.
ResponderEliminarBuen análisis
ResponderEliminarExcelente estimado Pablo, su artículo es lo que yo llamaría "un diagnóstico del presente..."
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