domingo, 2 de noviembre de 2025

El declive del pensamiento crítico en América Latina

 El declive del pensamiento crítico en América Latina

 

A fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, en América Latina, se produjo una eclosión de un pensamiento crítico potente. Se trató de un conjunto de reflexiones sobre la realidad del mundo y de América Latina que superaban los estrechos marcos teóricos que las ciencias sociales de América Latina habían heredado desde la modernidad y, en especial, desde la academia de Europa y de EEUU, que produjeron una especie de boom intelectual de varios pensadores y pensadoras que trataban de reflexionar desde sí mismos para buscar explicaciones desde la realidad latinoamericana y, para ello, crearon incluso sus propios marcos epistemológicos y sus propias teorías. 

Fue el auge de pensadores como Aníbal Quijano, Edgardo Lander, Santiago Castro Gómez, Fernando Coronil, Rodolfo Stavenhagen, Raúl Prada, Silvia Rivera Cusicangui, Luis Tapia, Pablo Mamani, Walter Mignolo, Daniel Mato, George Yúdice, Eduardo Gudynas, Eduardo Gruner, Julio Gambina, Eduardo Basualdo, Carlos Figueroa, Ana Esther Ceceña, Arturo Escobar, Enrique Dussel, Pablo González Casanova, Atilio Borón, Alicia Ibarra, Marco Gandásegui, Orlando Caputo, Bolívar Echeverría, Margarita López Maya, Héctor Díaz Polanco, Emir Sader, Agustín Cueva, Octavio Ianni, Theotonoio dos Santos, Jaime Estay, Vania Bambirra, Fernández Retamar, Lourdes Arizpe, y tantos otros que, en lo fundamental, estuvieron o tuvieron algún tipo de relación con el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, CLACSO. 

Se trató de la creación de un pensamiento latinoamericano que, mutatis mutandis, se parecía mucho a aquel proceso de los años sesenta y setenta del siglo pasado que nació bajo el ala de la CEPAL y que dio origen a la teoría de la dependencia y al ala más radical del estructuralismo latinoamericano. 

De la misma manera que los estructuralistas de la CEPAL que se desprendieron de las teorías de la modernización económica y trataron de crear sus propias explicaciones desde los referentes concretos de su experiencia histórica, así, se produjo la creación de un legado intelectual de vastas proporciones y que creó una teoría crítica potente con características propias. Algunos de ellos recogían la tradición crítica del marxismo, como fueron los casos de Bolívar Echeverría o Atilio Borón, pero otros iban más allá y propusieron marcos categoriales propios como los conceptos de “diferencia colonial”, “colonialidad del poder”, “hybris del punto cero”, “extractivismo cognitivo”, etc.

Se trató de una masa crítica intelectual que deconstruyó al discurso neoliberal y la modernización que se impuso en América Latina desde los años ochenta al tenor de las condicionalidades del FMI y del Banco Mundial. Fueron el ariete teórico y epistemológico que derrumbó las murallas ideológicas de la doxa neoliberal. Desde varias perspectivas teóricas, re-crearon marcos teóricos que provenían desde la academia del norte y le dieron sus propios contenidos, como la transformación crítica de los estudios culturales y estudios latinoamericanos de las universidades norteamericanas, por ejemplo. Pero también crearon sus propias visiones para comprender el momento histórico que vivía el mundo y, en particular, América Latina. Proyectaron el pensamiento latinoamericano como interpelante e interlocutor incluso de todo el proyecto de la modernidad occidental y capitalista. Así, no solo que mantuvieron a raya al neoliberalismo en la región sino que también contribuyeron para su derrota teórica.

Fueron el núcleo teórico para articular la creación de pensamiento que generó ondas concéntricas hacia el resto del mundo y atrajo a intelectuales y académicos del norte que se inscribieron dentro de esta ola, quizá uno de los casos más emblemáticos sea aquel del profesor Boaventura de Souza Santos, portugués de nacimiento, pero latinoamericano por excelencia (y, hay que indicarlo, producto de una grosera acusación que tenía por objetivo evitar que se construyan los puentes entre el pensamiento crítico de América Latina con aquel del Africa y que el profesor de Souza Santos estaba construyendo).

Todos ellos sirvieron de cable a tierra para sostener y respaldar las críticas sociales a la avalancha ideológica del neoliberalismo y, al mismo tiempo, vislumbrar las alternativas. Muchos conceptos teóricos que provenían desde la lucha social del continente como: “mandar obedeciendo”, “todo para todos, nada para nosotros”, “un mundo en el que quepan todos los mundos”, “unidad en la diversidad”, entre otros, fueron retomados y asumidos por esta academia crítica y militante. Todos estos pensadores y pensadoras tuvieron la sensibilidad para intuir los temblores de la historia y, como si fuesen sismógrafos, articular una lectura crítica, inteligente, sensible, heterodoxa y, sobre todo, propia. Muchos de ellos se alejaron de esos corsés teóricos y esas absurdas prescripciones metodológicas de sacrificar la lucidez y el compromiso por los requisitos teóricos del paper academicista que imponía la academia del norte, para pensar desde sí mismos y desde su realidad.

Todos ellos, en efecto, siempre estuvieron lejos del paper academicista y cerca, muy cerca, de su sociedad. Su rigor académico no era para demostrar erudición ni tampoco para un fútil ejercicio de hermenéutica sin trascendencia, sino para comprender con mayor precisión aquello que surgía desde su realidad. Si mostraban lecturas y referencias en sus textos era justamente para eso, para que sirvan de referencias teóricas en esa necesidad de articular un pensamiento propio, no lo hacían por vanidad sino como una especie de potlach epistemológico y crítico.

Tuvieron la fortuna de estar acompañados por una arquitectura institucional en la red de CLACSO. Fue desde ahí que pudieron encontrarse no solo entre ellos sino también con los movimientos sociales que emergían en el continente. Tanto ellos, como la red CLACSO, fueron el corazón de los Foros Sociales Mundiales que se crearon en Porto Alegre desde inicios del siglo XXI y como una respuesta al Foro empresarial y neoliberal de Davos. Fueron ellos los que animaron los debates en cada uno de los encuentros del Foro Social Mundial de Porto Alegre. Se convirtieron en una especie de transhumantes de las resistencias y luchas sociales. Nunca dudaron de acompañar a los movimientos sociales y fundieron su rol académico y de pensadores con aquel de la militancia social. Dieron clases y conferencias en la universidad popular de El Alto, en Bolivia, en las comunidades indígenas del Ecuador, en Chiapas en México, estuvieron con los mapuches en Chile y Argentina, con los piqueteros, con los Sin Tierra de Brasil, con los sindicatos de todos los países de la región, y también dieron dura batalla al extractivismo en todas sus formas; en fin, si hubo una academia militante, fue justamente esa.

Pero ahora, cuando se revisa la más reciente producción teórica de nuevos intelectuales de América Latina, ese pensamiento crítico, potente, iconoclasta y, sobre todo, propio, ni siquiera aparece como referencia bibliográfica. Ahora se cita mucho a Laclau, por ejemplo, pero muy poco a esa intelectualidad militante. De otra parte, tampoco existe esa militancia de la academia con el movimiento social de la región. De hecho, ya no se ha convocado a ningún foro social mundial y, puede afirmarse que el pensamiento crítico, al menos como se produjo en las décadas anteriores, prácticamente ha desaparecido.

¿Qué pasó? ¿Cómo entender ese cambio teórico y metodológico? Y, más allá de la academia, ¿expresa todo esto quizá algún fenómeno social? Pienso que, al menos, existirían dos hipótesis que pueden explicarlo. La primera hipótesis tiene que ver con la ola de gobiernos progresistas de la región que ganaron las elecciones en varios países desde fines de los años noventa del siglo pasado, con el triunfo electoral de Chávez en Venezuela, y continuaron por toda América Latina con varios triunfos electorales de partidos políticos críticos y opositores al neoliberalismo y, en algunos casos, provenientes de los movimientos sociales en las primeras décadas del siglo XXI. 

En esa coyuntura, muchos intelectuales consideraron pertinente apoyar o tratar de comprender a esos nuevos gobiernos progresistas que emergían en la región pero sin el filo de a crítica que los había caracterizado hasta entonces. De hecho, el mismo nombre con el cual fueron caracterizados e incluso se autodenominaron, fue el de “gobiernos progresistas”, en donde la apelación a esa categoría tan amorfa y ubicua como el “progresismo” no despertó ninguna suspicacia, salvo excepciones, para una academia antaño crítica que, en el caso de la doxa neoliberal, no perdonaba nada. ¿Por qué “progresistas” y porqué no gobiernos de izquierda? ¿Por qué ese temor a asumirse directamente como gobiernos de izquierda? Décadas atrás, cuando Salvador Allende ganó las elecciones en Chile, se autodefinía como gobierno socialista, no como “progresista”. La revolución cubana siempre fue un proceso de izquierda, no fue nunca “progresista”.

Más allá de la geopolítica y que las coordenadas del debate teórico fueron impuestas desde el neoliberalismo, muchos de los intelectuales del continente, en esa coyuntura, plegaron al “progresismo”. Otros, en cambio, no lo hicieron y siguieron en su línea crítica, pero esta vez esa línea crítica era mal vista desde la nueva doxa dominante, porque podía convertirse en un favor no deseado a la derecha y a los intereses geopolíticos en la región, por consiguiente, en esa coyuntura, algunos optaron por el silencio. Con la misma fuerza implacable con la que muchos intelectuales deconstruyeron al neoliberalismo, así también esta vez construyeron líneas ideológicas entre los que adscribían, suscribían y apoyaban a los autodenominados gobiernos progresistas de la región, y aquellos que intentaban criticarlos desde la izquierda.

Por eso no se visualizaron los nuevos conflictos que surgían en esa coyuntura y que tenían que ver con la forma de imponer el poder desde estos gobiernos progresistas. No fueron parte del debate teórico, por ejemplo, la forma por la cual el gobierno de Evo Morales atacó a la CIDOB y a la CONAMAQ, no de forma ideológica sino literalmente y utilizando el poder del gobierno para entrar en las instalaciones físicas de estas organizaciones y cooptarlas para el gobierno. Tampoco se vio la agresión que hizo a las comunidades indígenas y a la organización indígena CONAIE por parte del gobierno de Rafael Correa en Ecuador, o la forma por la cual se desarticuló el movimiento de los piqueteros en Argentina, o los intentos de cooptación al movimiento de los Sin Tierra en Brasil, o la persecución a las disidencias de izquierda en Venezuela o Nicaragua, entre otros ejemplos. Ante la emergencia de aberraciones teóricas como el “Evismo” propuesta por Álvaro García Linera, en Bolivia, por ejemplo, la academia crítica, salvo excepciones, guardó silencio. Ante el creciente extractivismo que despojaba de sus territorios a poblaciones enteras, muchas de ellas ancestrales, salvo excepciones, también se guardó silencio. De hecho, en un libro editado en 2021 por CLACSO y que recoge textos de Álvaro García Linera, éste hace una apología del extractivismo a favor de la explotación del litio. 

Había el temor, justificado por lo demás, que toda crítica social a los “gobiernos progresistas” contribuya a la corriente de desprestigio que se generaba desde la derecha y, por tanto, podía acotar las posibilidades de estos líderes progresistas de volver a ganar las elecciones y que gane otra vez la derecha, como efectivamente sucedió en varios países de la región. Por supuesto que, ante la derecha, la agenda de los gobiernos progresistas de la región podía aparecer como una agenda de izquierda, pero la academia crítica y militante no está para regalar prerrogativas a la realidad sino para ser implacable con ella, justo por eso es crítica y también militante. 

Esta vez, muchos intelectuales de izquierda plegaron hacia los gobiernos progresistas de la región y eso contribuyó, de una manera u otra, a su declive teórico, porque limitó las aristas críticas de su pensamiento radical. Quizá el ejemplo más abrumador sea el caso de Daniel Ortega en Nicaragua y la forma brutal con la cual reprimió las manifestaciones en su contra en el año 2018 sin que la academia crítica ejerza su deconstrucción necesaria.

Para los nuevos intelectuales que se incorporaban a la academia crítica, a sus redes académicas o a la red de CLACSO, era más conveniente y menos comprometido, un ejercicio de hermenéutica teórica (de ahí la proliferación de estudios y citas sobre el pensamiento de Mouffe y Laclau, o el denominado “posmarximo, por ejemplo, y que es absolutamente intrascendente para los movimientos sociales de la región), que un ejercicio de crítica radical a lo existente. Si optaban por la crítica radical entonces su espacio no podía ser aquel de las redes académicas, porque una crítica radical los habría llevado a criticar a los gobiernos progresistas de forma, asimismo, radical algo, por el momento, difícil de hacer dentro de las coordenadas del pensamiento crítico latinoamericano. Por ello, si se revisa la producción teórica de los nuevos intelectuales de América Latina se puede apreciar que ellos citan muy poco (o casi nada), a los pensadores enumerados al inicio.

De esta forma, se produjo una especie de entrampamiento ideológico producto de las circunstancias históricas específicas de la región. Los intelectuales críticos que de alguna manera habían convergido hacia las redes académicas de CLACSO, por ejemplo, se habían mostrado profundamente críticos con el neoliberalismo y, asimismo, totalmente comprometidos con los movimientos sociales de la región y sus propuestas emancipatorias. Pero cuando, finalmente, ganan las elecciones gobiernos y políticos que, de una forma u otra, se reclamaban como herederos de esos movimientos sociales y de su lucha contra el neoliberalismo se produce una aporía histórica que se traduce en una antinomia epistemológica: el espacio de la crítica social se reduce a las contingencias de la historia.

La crítica a lo existente no puede rebasar las contingencias de la política y la geopolítica. Así, y en perspectiva, era relativamente más fácil ser críticos a los gobiernos de Salinas de Gortari, de Zedillo, de Menem, de Mahuad, de Bachelet, de Cardoso, inter alia, que de los gobiernos de Chávez, de Evo Morales, de Rafael Correa, de Lula, de Kirchner, de Ortega, entre otros. La teoría crítica latinoamericana tenía que transformarse a sí misma y mantenerse leal a sí misma. Por supuesto que muchos pensadores latinoamericanos se mantuvieron leales a sus posiciones críticas, pero en términos generales aquel momento de esa corriente lúcida, comprometida y radical, al parecer, había pasado.

Una segunda hipótesis que explicaría la decadencia del pensamiento crítico en América Latina tiene que ver con las reformas universitarias de Bolonia. Muchos de los nuevos intelectuales ahora tienen el formato disciplinario de Bolonia en su producción teórica. Producen textos abstrusos, difíciles de leer, plagados de citas, muchas de ellas intrascendentes, y totalmente acoplados a la estructura metodológica del paper y las “revistas de impacto”. Ya no escriben ni reflexionan para comprender las complejidades de su mundo desde una posición crítica, sino para cumplir con sus universidades que ahora les exigen baremos de publicaciones en revistas indexadas para mantener sus posiciones académicas, seguir en sus carreras universitarias, conseguir los presupuestos adecuados para sus proyectos de investigación, escalar en el escalafón docente de sus universidades, mantener o conseguir becas de investigación y posgrado. 

Están obligados a citar a sus colegas y que ellos los citen en una especie de anillo de Moebius en una práctica académica agotadora para ellos pero intrascendente para sus sociedades. Por ello, generan marcos teóricos que, en realidad, son réplicas de Lo Mismo en una espiral infinita que se repite a sí misma. Terminan entre-glosándose entre ellos. Una academia que se separa de su sociedad a nombre del rigor científico y que se mira en un ejercicio de nihilismo y narcisismo intelectual que es altamente funcional al poder.

Es un ejercicio de un falso academicismo que tiende a alejarse cada vez más de su propia sociedad y de su historia. Es también un intento por mantenerse políticamente correctos y situarse en los debates más candentes del momento, como por ejemplo, las discusiones sobre el calentamiento global, los feminismos, las tecnologías digitales, las desigualdades o ese ámbito disciplinario que ahora lo denominan “las epistemologías del sur”, pero, a diferencia de las décadas anteriores, ya no forman parte de las luchas y las resistencias sociales.

Así, al pensamiento crítico le pasó, mutatis mutandis, lo que a la teoría de la dependencia y al estructuralismo latinoamericano de los años sesenta a noventa del siglo pasado: fue absorbido por sus propias contingencias y rebasado por su propia historia. En ese entonces, la CEPAL no pudo contra el mainstream dominante del pensamiento clásico de la economía y terminó por acoplarse a la doxa neoliberal. 

Alguna vez Fernando Fanjzylber, desde la CEPAL, hacía referencia al “casillero vacío” como aquel punto de encuentro entre el crecimiento económico y la equidad, quizá ahora esa metáfora del casillero vacío pueda servir para comprender la imposibilidad de mantener un pensamiento social crítico dentro de la academia y sus redes. El pensamiento crítico, tal como se ha estructurado la academia y sus redes, no puede constar dentro de sus coordenadas. Un texto con innumerables citas y con un lenguaje abstruso no contribuye en nada a la comprensión de los fenómenos sociales pero que ha sido construido en términos de una academia cada vez más privatizada no demuestra la construcción de pensamiento social sino más bien su carencia.

El declive del pensamiento crítico en momentos en los que más hace falta pensar la región en el contexto del mundo de la post-pandemia, y cuando es necesario frenar el avance de la extrema derecha, es preocupante.

Quizá sea por eso que la crítica a lo existente pasó de la izquierda a la derecha. Pero la crítica de la derecha no es teórica es plenamente ideológica. La derecha critica lo existente no para publicar de forma indexada en ninguna revista científica de alto impacto, como ahora lo hacen los intelectuales académicos de izquierda, sino para plegar la subjetividad social hacia nuevos significantes, en donde la crítica radical a lo existente realizada por la derecha, crea una cesura con la realidad y el capitalismo para dirigirla hacia el otro y hacia los propios explotados. La derecha logra convertir a las víctimas del capitalismo en victimarios. Convierte a los explotados del capital en las víctimas propiciatorias de ese mismo capital. Quienes levantan los patíbulos contra los explotados y oprimidos, son los mismos oprimidos que creen que las contradicciones del sistema tienen en los oprimidos su causa.

La culpa, porque en esos términos la derecha asume la crítica social y que tiene que ver con su formación judeo-cristiana, la tiene el Otro. La culpa de la crisis no es de los excesos y contradicciones del capitalismo, sino el Otro en forma de migrante que trabaja donde otros no quieren hacerlo, del obrero sindicalizado que defiende sus derechos, de las feministas que luchan contra el orden patriarcal del capitalismo, del ecologista que alerta sobre las consecuencias del calentamiento global, del intelectual de izquierda que desnuda las falacias del sistema, de los pueblos indígenas que defienden sus territorios del extractivismo. Para la derecha, todos ellos son los culpables de los errores del sistema y, en tanto culpables, tienen que pagar por ello. La derecha asume la rebeldía que había caracterizado a la izquierda y toma posiciones antisistema y desaloja de ese espacio a la izquierda. Por supuesto que es una falsa rebeldía, pero rebeldía en fin de cuentas y eso, al elector despistado por las redes sociales, le atrae y le conforta. Ese elector por fin encuentra una explicación para su situación de precariedad en el mundo. Adscribe el discurso de odio de la derecha y, sin saberlo y quizá sin proponérselo, vota por la derecha sin considerar que vota contra sí mismo.

La derecha se convierte en radical en momentos en los que la izquierda, por su aceptación del progresismo, abandona toda radicalidad. Son momentos en los que el capitalismo también se torna radical. El capitalismo está por desalojar a los obreros de la producción y reemplazarlos por robots, líneas totalmente automatizadas de producción e inteligencia artificial. Es el capitalismo radical el que ahora habla de “renta básica universal”. Es el capitalismo radical que no tiene problema en financiar genocidios, como aquellos de Gaza o Sudán, el que quiere desalojar de toda discusión global el debate sobre los derechos fundamentales y quiere retornar al capitalismo decimonónico. Ese capitalismo encuentra en la derecha radical su complemento. Así, el capitalismo de la inteligencia artificial y de las redes sociales converge casi de forma natural hacia los fascismos del siglo XXI.

En ese giro hacia posiciones radicales y extremas, como ya lo había advertido Pablo Stefanoni, que la derecha llega, sin mayores problemas, al fascismo. Mientras la izquierda académica sigue en el debate sobre Laclau, entre otros teóricos, la derecha arrebata la rebeldía a la izquierda, desplaza en su crítica al sistema e impone su discurso de odio al Otro. Gracias a ese desplazamiento estratégico, Milei gana las elecciones en Argentina, Bukele tiene la aceptación de tirios y troyanos, Noboa gobierna sin oposición en Ecuador, y Trump lleva al mundo al abismo.

Urge, por tanto, recuperar el discurso y la praxis de la radicalidad, de la rebeldía. Hay que salir del paper académico. Hay que abandonar ese corsé de las reformas universitarias de Bolonia. Hay que escribir para la gente, para sus organizaciones, para los procesos de lucha y resistencia. Hay que volver a ser más militantes y menos académicos. Hay que bajar al terreno de la lucha de clases y volver a dar batalla ideológica en contra de esa derecha fascista que quiere tomarse por asalto la rebeldía y la radicalidad del mundo.

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