lunes, 30 de septiembre de 2013

CONO SUR: LA GUERRA SILENCIOSA

CONO SUR: LA GUERRA SILENCIOSA. 


POR PABLO DÁVALOS.


Periódico Diagonal
24 septiembre 2013
Se ha generado una retórica, con respecto a América La­tina, que nada tiene que ver con su realidad y que forma parte de una estrategia de dominación política correlativa a las nuevas formas que asume la acumulación del capital. En esa nueva narrativa se dice que los países latinoamericanos, en general, ahora tienen mejores oportunidades económicas que se evidencian por el aumento de la clase media en toda la región, el incremento del consumo, indicadores de crecimiento económico medidos en renta nacional o PIB, etc.
En ese sentido, han cumplido un rol clave en esa retórica instituciones como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Comisión Económica Para América Latina. En sus estudios, investigaciones y estadísticas, aunque hay señales que puedan preocupar a la macroeconomía, en general, no hay motivos para la desesperanza ni para la crítica. Todo lo contrario, la región avanza a ritmos de crecimiento envidiables mientras los países europeos y también EE UU aún no logran salir de la crisis. Este relato utiliza la macroeconomía y su discurso tecnocrático para cumplir un rol ideológico clave: permite invisibilizar la violencia del despojo territorial, la disciplina social de la democracia liberal y también a los contra-discursos críticos, las movilizaciones sociales y las alternativas radicales que se están produciendo en la región.
Hay varias señales de que hay algo que no está bien y que no encaja con esta retórica oficial y que la realidad latinoamericana no tiene ningún tinte de color rosa; que solamente se trata de una discursividad que intenta generar las condiciones para la hegemonía de la dominación que, en el caso de América Latina, asume la forma del extractivismo.
En efecto, esa retórica oculta una realidad más dramática, aquella que da cuenta de que las dinámicas del extractivismo están originando una violencia sin precedentes. Lo que está en juego y que no puede verse por esta falaz ideología del desarrollo, es la privatización y despojo de los territorios en una magnitud que recuerda los primeros tiempos de la conquista europea. En esa violencia aparecen aspectos relativamente novedosos y dan cuenta de las formas políticas que asume el extractivismo en la región. Uno de ellos es la conversión en sujeto político del crimen organizado. Su violencia permite la regulación de la  conflictividad social que emerge desde el extractivismo y la privatización territorial. En Méxi­co y Centroamérica, existen vastas regiones territoriales en donde, efectivamente, es el crimen organizado quien asume la función de Estado. En las recientes elecciones mexicanas, el dato fundamental era cómo detener el asesinato selectivo y sistemático de los candidatos a los gobiernos locales en casi todo el país.
La crueldad que exhibe el crimen organizado tiene propósitos heurísticos: le señala a la democracia liberal sus límites exactos. Esos límites son fundamentales para la acumulación del capital. Es una guerra que se extiende por todo el continente porque nace, precisamente, de esa frontera de violencia y confrontación marcada por el despojo territorial como condición fundamental para el extractivismo. Esa guerra silenciosa tuvo un hecho fundacional en el Plan Colombia y, paradójicamente, en las reformas constitucionales de inicios de los ‘90, en Colombia. El Plan Co­lombia creó esa heurística del miedo tan fundamental para la dominación política del capital.
En 1991, en Colombia, sucedió un hecho que desafía a toda imaginación: mientras la sociedad aprobaba uno de los textos constitucionales más importantes del continente y que, de alguna manera, habría de inaugurar para la región el debate sobre el neoconstitucionalismo, el Estado de derecho, la justicia y el desarrollo económico; los campesinos colombianos soportaban la crueldad y la dureza de la guerra civil de la forma más dramática y brutal. La Constitución colombiana aparece como la perversa forma simbólica de aquello que más tarde se denominarían los “falsos positivos”. La Constitución colombiana se disfrazaba de derechos para evitar asumir la resolución de la violencia de la guerra civil.
Remarco ese hecho por la paradoja que suscita y que apela: la pérdida del sentido de realidad detrás del derecho y su institucionalidad. Esa pérdida de sentido inscribe una aporía al interior de la epísteme misma del liberalismo: aquella que hace referencia a la invisibilización de la violencia de la acumulación capitalista. Por ello, los campesinos colombianos fueron despojados de sus territorios porque la guerra civil y su violencia procesaban precisamente el despojo en un contexto de democracia, elecciones e instituciones.
Lo que en ese entonces aparecía como una particularidad de la guerra civil colombiana, en pocos años se convertiría en una realidad para una gran parte de países de América Latina. El crimen organizado se convertía en el interlocutor directo de la acumulación del capital. Hacía el ‘trabajo sucio’ de esa acumulación mientras el Estado y sus instituciones guardaban sus formas. Ese ‘trabajo sucio’ consistía en crear territorios baldíos para ser incorporados a las dinámicas de las industrias del petróleo, de la minería, del agronegocio, de las plantaciones, etc. Muchas de estas corporaciones transnacionales utilizan los servicios de estas guardias pretorianas del capital porque saben que el Estado, finalmente, está de su parte.
La frontera extractiva vincula a América Latina a los mercados mundiales de commodities y, por esta vía, a los mercados financieros especulativos internacionales. De esta forma, en última instancia, se crean las condiciones de posibilidad para la especulación financiera internacional.
En América Latina las movilizaciones sociales nunca se detuvieron. Los movimientos sociales latinoamericanos no sucumbieron a los cantos de sirena de los “gobiernos progresistas” de la región; más bien han sido críticos con estos gobiernos y han organizado una resistencia fuerte, a pesar del hecho de que esa resistencia haya sido invisibilizada. En efecto, desde las marchas por la defensa del Tipnis en Bolivia, las marchas por el agua y la vida en Ecuador, las movilizaciones de los yukpas en Ve­nezuela, la resistencia heroica de los pueblos mapuches, las movilizaciones de los pueblos Awá en Colombia, etc., dan cuenta de que el continente nunca cedió a las pretensiones del discurso oficial que veía crecimiento, desarrollo y consumo en el ciclo de los commodities. Y también de aquella izquierda oficial que rendía pleitesía a los gobiernos latinoamericanos que secuestraron en beneficio propio la enorme energía social desplegada en su lucha en contra del neoliberalismo, y que han sido denominados como “gobiernos progresistas”.
Las recientes movilizaciones en Brasil son parte de ese ciclo de luchas populares que a pesar de su invisibilización forman parte de su propia historia. Uno de los héroes más llamativos de la saga La danza in­móvil, del escritor peruano Manuel Scorza, ha sido Gara­bombo el Invisible. En la matriz teórica de la modernidad, la condición de invisibilidad atraviesa la historia de resistencias latinoamericanas, y de todos los garabombos que la hicieron.

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