jueves, 4 de febrero de 2021

De simulacros y elecciones

  

De simulacros y elecciones

 

Es febrero de 2021. Un ambiente de simulacro lo intoxica todo. Al parecer las cartas están jugadas. Es muy probable el retorno de la revolución ciudadana al gobierno. Algo previsible y que formaba parte de la construcción el debate y la confrontación del sistema político. Mientras que el ciclo político 2007-2017 controlaba y administraba a las disidencias y las inscribía dentro del marco de lo previsible y lo controlable, el giro político del gobierno de Moreno hacia posiciones neoliberales alteró esa dinámica. A partir de ahí, el sistema político ya no pudo controlar a las disidencias sino que más bien las registra en una dialéctica en la cual la negación al poder nace del mismo poder, en este caso, la propia revolución ciudadana. La oposición más radical a Moreno provino de sus antiguos aliados, camaradas y amigos. 

Por artilugios de la historia y de la política, la revolución ciudadana fue la víctima propiciatoria de un proceso que ella misma había construido en las elecciones del año 2016. Fueron ellos los que construyeron todas las coordenadas del sistema político que luego jugaron en su contra. 

Lenin Moreno quiso convertirse en su némesis, pero para hacerlo necesitaba de la derecha política y ahí fracasó, porque la derecha es víctima de sus propias limitaciones y con una derecha tan limitada las opciones también son limitadas. Su comprensión del mundo y su horizonte de posibilidades siguen constreñidos al sistema hacienda y al siglo XIX. 

La derecha política comprende la modernización y la globalización más por intuición que por reflexión. Sus cuadros teóricos más potentes apenas llegan a comprender lo que pasa en su propio tiempo histórico. Se refugian en una que otra categoría política que alguna vez escucharon o leyeron y se anclaron ahí. Pasó lo mismo en el siglo XVIII cuando la ilustración vino de la mano de un indígena disfrazado de blanco. Esas limitaciones intelectuales y políticas de la derecha eran insuficientes para derrotar a la revolución ciudadana. 

Era difícil, además, que el empobrecimiento programado, a partir de las prescripciones macroeconómicas del FMI, suscite apoyo social. Menos aún cuando el proyecto histórico de la revolución ciudadana se asentaba en sectores medios de la población con estabilidad laboral, capacidad de consumo y movilidad en la jerarquía social. La revolución ciudadana construyó, en el periodo 2007-2017, una fuerte clase media que se empobreció durante el neoliberalismo de Lenin Moreno. Si la clase media se empobreció, es fácil imaginar el impacto de estas medidas neoliberales sobre los más pobres, en especial los obreros, los migrantes, los campesinos, los indígenas, y el subproletariado de las grandes ciudades. 

Lenin Moreno tocó a rebato las campanas de la austeridad pero solo acudieron a la cita los empresarios que vieron en la austeridad la posibilidad de recomponer sus ya de por sí elevadas tasas de ganancia. Una burguesía cicatera, falaz y rentista era imposible que derrote a la revolución ciudadana.

Sobre esa dialéctica gobierno-oposición, insurge Octubre de 2019. Octubre es un acontecimiento-verdad en la ontología política de la democracia ecuatoriana. Un evento trascendente porque alteró de forma radical la forma por la cual se definen y estructuran las relaciones de poder. Es precisamente esa emergencia de octubre lo que cambia el escenario electoral de 2021. Antes de octubre las coordenadas estaban relativamente predichas. De una parte constaba el régimen de Moreno con todos sus aliados políticos que querían representar la estabilidad y el crecimiento de la economía desde la visión empresarial del mundo. Del otro, los enemigos de la estabilidad y el crecimiento, que, además, habían despilfarrado una enorme cantidad de recursos en corrupción y cuyo autoritarismo era patente. El libreto estaba escrito. Solo había que cumplirlo. Y, como un teatro de sombras, los actores del sistema político se atenían a ese libreto. 

Octubre fragmenta esa disposición de la política y permite la emergencia de un tercer actor, esta vez desde el movimiento social. Por eso le reclaman a Octubre que se sujete al libreto. Para la burguesía, Octubre es acto de vandalismo, para la revolución ciudadana es un acto de traición porque se salió del libreto. 

Pero lo que tenía que ocurrir luego de Octubre no ocurrió. Octubre no pudo proyectarse al escenario electoral de 2021. Al interior del propio movimiento social y, en especial del movimiento indígena, surgieron posiciones oportunistas que intuyeron la fuerza de octubre y desplazaron a los líderes de octubre para impostar su lugar. Utilizaron el entramado legal que codifica las elecciones y, gracias a ello, lograron ese desplazamiento que no es solo del liderazgo de octubre sino de lo que octubre representaba como un ruptura radical. 

Se produce así una cesura en la historia. La sociedad no puede reconocerse totalmente en este acto electoral porque está atravesado de simulacros. La derecha simula tener una agenda social para poder ampliar su margen de maniobra y ganar las elecciones. La revolución ciudadana simula preocupaciones ambientales y promete ser esta vez democrática, para olvidar su pasado reciente de autoritarismo y cesarismo. El movimiento indígena, de su parte, está atrapado en sus propias contradicciones y no puede ni apoyar abiertamente ni tampoco deslegitimar a su propio candidato, quien, además, tiene que simular que goza del apoyo de su propio movimiento y que todo va bien.

El simulacro se convierte en principio de realidad de la política. Para conservar el margen de maniobra e influir sobre el electorado, hay que simular, no existe otra opción. Cuando todos simulan es difícil decir la verdad. Se corre el riesgo del ostracismo. 

Las elecciones de 2021 tienen un tufo de restauración más que de cambio. Es por ello que el principal argumento para convencer a la mayor parte del electorado es la apelación al pasado. Cuando una sociedad construye como referencia de sí misma su propio pasado empieza su decadencia. No apuesta sobre lo que puede ser sino que se empeña en regresar a ver al pasado. En una bella metáfora que proviene del antiguo testamento, cuando se regresa a ver al pasado se corre el riesgo de convertirse en estatua de sal. 

Empero, aquello que cruza como un vector que transforma de forma trascendente a la sociedad es la peste. Hay dolor, incertidumbre, angustia, miedo, muerte. La peste acecha. Está ahí, como una presencia numinosa y al asedio. Pero el sistema político y las elecciones también convirtieron a la peste en un simulacro. La inscribieron en la parafernalia discursiva de la propaganda y el marketing electoral. Un dudoso procedimiento ético en el cual la peste se convertía en baza para ganar la partida. Tanatos convertido en simulacro. No se vio la peste como la posibilidad de cambiar la página y empezar de otra manera. Como oportunidad para salir del pasado y cruzar el umbral del futuro. La peste era quizá el escenario más descarnado para que la sociedad pueda verse a sí misma y, desde el dolor de la enfermedad y la muerte asumirse a sí misma y ver la verdad de la peste: “lo que es verdadero de todos los males de este mundo lo es también de la peste … sin embargo, cuando se ve la miseria y el sufrimiento que acarrea, hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste”, decía el Dr. Bernard Rieux, en la novela de Albert Camus. Pero el sistema político se volvió ciego y cobarde y se resignó a la peste. La convirtió en un vector de su propia estrategia de simulación. Y en vez de optar por su propio futuro, se resignó a la nostalgia de un pasado supuestamente glorioso que nunca existió.

 

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