domingo, 23 de marzo de 2025

Ontología política de la movilización indígena de Ecuador de junio de 2022

 

Ontología política de la movilización indígena de Ecuador de junio de 2022 

 

Pablo Dávalos

Introducción

El presente texto parte de una hipótesis general y es que las movilizaciones sociales lideradas por el movimiento indígena ecuatoriano en el mes de junio de 2022, forman un continuum con aquellas de octubre de 2019, y expresan el malestar y la resistencia de la sociedad a la precarización y fragmentación provocadas por el neoliberalismo. Asimismo, estas movilizaciones sociales se replican, integran y entrelazan con varias expresiones sociales del mismo tenor en varias partes del mundo como, en efecto, sucedieron en octubre de 2019 en varios países de América Latina, como Haití, Chile y Colombia y en el resto del mundo, como en Francia (los “gilets jaunes”), Líbano, etc.; y también en 2022.

Se asume al neoliberalismo, en primera instancia, como el conjunto de políticas económicas y discursos de sentido, entre ellos el discurso y la práctica de la austeridad, que se han convertido en hegemónicos en las últimas décadas y cuya aplicación ha provocado fracturas sociales importantes que se expresan, en lo fundamental, en la concentración del ingreso, en la precarización del empleo, en el desempleo y en la vulnerabilidad social.

En el caso del Ecuador, el país también vivió la experiencia de los programas de ajuste económico y de reforma estructural de manera casi continua desde 1982 hasta el año 2007 en el que empieza el ciclo político denominado Revolución Ciudadana y cuyo eje fundamental de su legitimidad política era, precisamente, la crítica radical y el alejamiento de esas políticas de austeridad. Este ciclo político dura una década: 2007-2017; en efecto, en el año 2018 se produce un nuevo giro hacia el retorno de las prescripciones de la austeridad y el ajuste económico y, nuevamente, bajo la mano del FMI y del Banco Mundial.

En marzo del año 2019 el Ecuador suscribe un acuerdo de Facilidad Ampliada con el FMI para un programa de crédito por 4,2 mil millones de dólares y que contempla varias medidas de austeridad, privatización, flexibilización del mercado de trabajo y desinversión pública. Esas medidas económicas suscitarán el rechazo social que se expresó de forma contundente en Octubre de 2019 y que obligaron al gobierno de ese entonces a dar marcha atrás en una serie de medidas de austeridad y privatización.

No obstante, en octubre de 2020, el gobierno ecuatoriano suscribe un nuevo acuerdo con el FMI por 6,5 mil millones de dólares, el acuerdo más importante, hasta ese entonces, suscrito en toda la historia del Ecuador con el FMI. En este nuevo acuerdo, el FMI retoma aquellos puntos inconclusos que habían quedado pendientes en la anterior propuesta del año 2019. Es ese escenario el que sitúa las elecciones de inicios del año 2021.

En esas elecciones y producto de los desencuentros entre los partidos de izquierda y centro izquierda con los movimientos sociales, ganó el balotaje el banquero conservador Guillermo Lasso. Desde el inicio de su gobierno, radicalizó los programas de austeridad fiscal y llevó a mínimos históricos la inversión pública y el gasto social. No solo eso, sino que intentó retrotraer la historia y aprobar leyes laborales que replicaban al siglo XIX como, por ejemplo, el retorno del trabajo infantil y la supeditación absoluta de los trabajadores a la voluntad de los empresarios que los contratan. 

Como puede apreciarse, se trataba de una deriva neoliberal agresiva, radical y, corrupta. El gobierno ecuatoriano de Guillermo Lasso, también intentó construir mercados privados desde el Estado y utilizó la política económica y la política pública para alterar el sistema de precios relativos de tal manera que sean favorables al giro de negocio que se empezaba a formar desde la transferencia de estos sectores públicos hacia empresas privadas. 

Un caso emblemático es aquel de la energía eléctrica y también el de los derivados de petróleo. El Presidente ecuatoriano, permitió el incremento del precio de la gasolina, el diésel y otros derivados, en un país que es productor de esos derivados de petróleo y, además, exportador de petróleo.

Esto suscitó una respuesta inmediata desde la sociedad. Desde el inicio de su gestión, el movimiento indígena, quizá el movimiento social más importante del país, fue crítico contra esta radicalización del programa neoliberal y, en múltiples ocasiones, planteó la necesidad de un diálogo para discutir una agenda que detenga esas medidas de ajuste y de privatización y que contemple medidas de compensación social, reactivación económica y de redistribución del ingreso. 

A pesar de los insistentes pedidos para el diálogo, el gobierno insistía con más austeridad y con más privatizaciones. Fue esta situación de tensión entre el gobierno y los sectores organizados de la sociedad, los que llevaron a que en junio de 2022 el movimiento indígena convoque a un Paro Nacional, con una agenda de diez puntos que contenían, en lo fundamental, pedidos para que el gobierno congele el precio de los combustibles, permita el refinanciamiento de los créditos de los sectores pobres y de la pequeña economía campesina, genere políticas públicas que defiendan el precio de los bienes agrícolas, se detengan los procesos de flexibilización laboral y de despidos en el sector público, se declare una moratoria de la frontera extractiva, se respeten los derechos colectivos de los pueblos indígenas, se eviten las privatizaciones, sobre todo de la seguridad social y de la banca pública de desarrollo, y se incrementen los presupuestos públicos en salud y educación.

Luego de 18 días de movilizaciones sociales que fueron in crescendo, el gobierno se vio acorralado y tuvo que sentarse en la mesa de diálogo para resolver los pedidos del movimiento indígena. Ahora bien, es necesario situar una perspectiva histórica que permita comprender a esta movilización de junio de 2022 como parte de un proceso político que empieza en el año 1990 y que tiene como horizonte de largo plazo la transformación del Estado liberal hacia un Estado plurinacional, de la sociedad en intercultural y del régimen del desarrollo económico hacia aquello que los indígenas andino-amazónicos denominan el Buen Vivir (Sumak Kawsay). A ese proceso político que implica una transformación de la realidad existente, para el presente texto, se lo asume como un proceso de ontología política.

La referencia a la ontología política permite comprender que el fundamento epistémico y ontológico del sujeto (en este caso el movimiento indígena) y su praxis política, en este caso la resistencia al neoliberalismo, va más allá de un repertorio de acción colectiva y se inscriben en un horizonte de emancipación cuya mejor comprensión puede establecerse desde la ontología política.

Una aclaración metodológica se impone sobre el presente texto. A fin de no entorpecer la lectura de las hipótesis que aquí se plantean, propongo al final del texto un conjunto de lecturas y referencias bibliográficas sobre los temas tratados. Tengo plena conciencia que este procedimiento va a contrapunto de la doxa disciplinaria que impone salpicar a un texto de continuas referencias bibliográficas para otorgarle, al menos simbólicamente, un estatuto no epistémico sino de “cientificidad” en una forma barroca que hipostasia sus verdaderos contenidos teóricos. Agradezco la amabilidad de los editores de la presente revista por permitirme esas libertades epistemológicas y metodológicas en un mundo académico cada vez más sometido por las formas y menos comprometido con los contenidos que asume su propia historia.

La ontología política del sujeto comunitario

La presencia política del movimiento indígena ecuatoriano y su oposición radical a las derivas de precarización inherentes al neoliberalismo, lo transforman en su estatuto de movimiento y/o actor social, como fue asumido, principalmente, por la teoría sociológica y política, a sujeto político, es decir, como un sujeto social que conlleva dentro de sí no solo la crítica a lo existente, sino también su posibilidad de transformación, como en algún momento lo fue la clase obrera, en otras palabras, contiene en sí mismo las posibilidades de emancipación social. 

Cuando un sujeto históricamente determinado es portador no solo de una visión diferente del mundo sino de una promesa de cambio, al criticar al mundo también busca transformarlo y, de esta manera, inscribe su praxis política dentro de la disputa por el sentido del mundo porque, en definitiva, lo que pretende hacer es cambiar al mundo y, por ello, incorpora a su praxis política un sentido trascendente de emancipación social. 

De ahí que al preguntarse por el sentido del mundo que consta en su horizonte emancipatorio, esto implique, necesariamente, ingresar en el campo de la ontología porque es desde ahí que se define y se establece el “ser-en-el-mundo”, y, desde esa pregunta ontológica, proponer otro mundo posible o, en palabras de los indígenas zapatistas de México: un mundo en el que quepan todos los mundos. Es desde esa praxis de emancipación social de un sujeto político que conlleva dentro de sí una respuesta diferente al sentido hegemónico del mundo, que es necesario comprender las movilizaciones sociales, en especial, aquellas de octubre de 2019 y de junio de 2022.

Estas consideraciones previas son importantes para proponer un cambio en la perspectiva tanto epistemológica cuanto metodológica, que estudia y analiza al movimiento indígena únicamente como un actor social con una agenda y un repertorio determinado por su identidad étnica. Se trata, en definitiva, de proponer un cambio de perspectiva de epistemología política que implique una visión de paralaje, es decir, alterar el punto de vista teórico que asume al movimiento indígena solamente como actor social con un repertorio de acción colectiva, hacia aquel de un sujeto político con una propuesta ontológica-política de emancipación social. El movimiento indígena del Ecuador es, por ahora, el sujeto político más importante que ha logrado acumular la suficiente capacidad política para confrontar y delimitar al neoliberalismo. 

Pero el neoliberalismo no es solo una estrategia de política económica que busca la privatización del Estado y la regulación social desde mecanismo de mercado, es mucho más que eso; en realidad, es un proyecto civilizatorio. En consecuencia, en tanto proyecto civilizatorio el neoliberalismo también tiene una estructura de ontología política. El neoliberalismo es la ideología desde la cual se construye el mundo de la globalización, un mundo que, desde esta ideología, no tendría alternativas. 

Podemos, desde esta perspectiva teórica, apreciar, por tanto, que se produce un choque entre una ontología política, aquella de los pueblos indígenas, que busca abrir el espacio de posibilidades históricas hacia nuevas alternativas y que se resume en la consigna zapatista de un mundo en el que quepan todos los mundos; y la ontología política del neoliberalismo que cierra cualquier posibilidad de alternativas y que se expresa en la frase: No hay alternativas.

En efecto, si asumimos al neoliberalismo desde la ontología política, podemos comprender que el neoliberalismo no solo precariza al trabajo sino también la estructura ontológica del mundo. En el neoliberalismo nadie, bajo ninguna circunstancia, se siente seguro. El neoliberalismo ha soltado amarras de toda promesa de estabilidad, seguridad y derechos fundamentales. El neoliberalismo es la expresión de la consolidación de los procesos de acumulación a escala global del capitalismo rentista, financiero y especulativo. A medida que ese proceso de acumulación a escala global asimila las economías nacionales y locales, y destruye los vínculos sociales provoca también resistencias globales contra esa precarización de todo lo existente.

La emergencia del movimiento indígena como interpelación radical y alternativa al neoliberalismo da cuenta, de otra parte, del fracaso de la clase obrera por detener las derivas de precarización de lo existente del neoliberalismo. Uno de los principales logros del neoliberalismo, en efecto, ha sido su capacidad de anulación y bloqueo político a los contenidos emancipatorios de la clase obrera, que conllevaron a la pérdida de capacidad de resistencia e interpelación de los obreros ante los procesos de acumulación de capital a escala global. Los obreros, en la etapa de la globalización neoliberal, ni siquiera son el sustrato de la socialdemocracia, en varios países del mundo, de hecho, han votado por la derecha y el fascismo. Quizá sea una respuesta instantánea, por parte de ellos, hacia esa precarización fundamental de lo existente que no encuentra otras respuestas que acusar a los más débiles y vulnerables, como por ejemplo, los migrantes, de su propia situación de vulnerabilidad provocada desde el neoliberalismo.

Ahora bien, esto significa que las movilizaciones sociales que se producen en el mundo, y una de cuyas referencias es, justamente, el caso del Ecuador, pueden ser consideradas también como la expresión de disputas en el campo de la ontología política porque disputan el sentido del mundo. Así, ya no se trata solamente de resistir al neoliberalismo sino proponer y luchar por otro mundo posible.

La movilización social y el sujeto comunitario

Por consiguiente, si conservamos esa visión teórica, aquello que sucedió en octubre de 2019 y en junio de 2022, en Ecuador, tiene que ver con un campo de disputas y confrontaciones dentro de la ontología política del neoliberalismo y sus resistencias. Es esta visión de paralaje sobre la praxis política del movimiento indígena que permite comprender la emergencia de su estructura ontológica como parte de su dinámica política. Si la disputa contra las políticas neoliberales son también disputas por el sentido del mundo, entonces la forma que adquiere esa resistencia es una apelación a la re-existencia, es decir, otro mundo posible.

Esto puede apreciarse de mejor manera cuando se analiza la forma por la cual se organizó la movilización social, tanto en octubre de 2019 como aquella de junio de 2022, desde el movimiento indígena. En ambos casos puede apreciarse un nivel de organización social que llevó la confrontación contra el gobierno y sus medidas de austeridad durante trece días en 2019 y dieciocho días en junio de 2022. En ambos periodos, el movimiento indígena mantuvo el control territorial de casi todo el país. Pudo organizar las líneas de abastecimiento a sus frentes de lucha y resistencia, al mismo tiempo que pudo organizar corredores de abastecimiento a la población, y pudo mantener el cauce de la protesta sin llegar en ningún caso al vandalismo a pesar de las provocaciones y, desde esa lucha sostenida pudo, finalmente, frenar en algo las imposiciones neoliberales. 

En ambas circunstancias, el gobierno respondió con extrema violencia que condujo, incluso, a que los defensores de derechos humanos insinúen crímenes de lesa humanidad, conforme los reportes de la Defensoría del Pueblo y de organizaciones de derechos humanos. Pero esa violencia ejercida desde el gobierno no alcanzó ni para procesar ni para resolver el conflicto, sino que más bien lo agravaron. Es decir, la movilización social pudo contener también la violencia que se ejercía contra ella y no perder el horizonte político en ninguna circunstancia. Asimismo, en ambas circunstancias, el movimiento indígena fue una especie de paraguas organizativo y político bajo el cual se cobijaron movimientos sociales emergentes como el movimiento estudiantil y de jóvenes, el movimiento feminista, el movimiento ecologista.

Entonces, ¿cómo comprender y analizar esa extraordinaria capacidad organizativa que pudo mantener un control territorial durante las protestas sociales, en un lapso relativamente largo, y confrontó la violencia del Estado y mantuvo siempre el cauce de esta protesta hasta lograr su resolución política de acuerdo a su agenda original? Paralizar un país entero durante más de dos semanas y mantener esa paralización dentro de una línea política y evitar que la violencia del Estado desvirtúe el sentido de la protesta social, implica niveles de organización social realmente importantes.

En efecto, para el gobierno y una parte de la sociedad, especialmente los sectores más conservadores y de derechas, así como para la gran prensa, la contundencia y la extraordinaria capacidad de convocatoria, movilización y persistencia por parte del movimiento indígena no pueden ni explicarse ni comprenderse desde sí mismas. Ese nivel de organización, piensan ellos, significa que fue financiado por sectores que quieren desestabilizar al gobierno de turno. 

Se trata de una “explicación” que ha tenido varios matices; así, por ejemplo, las movilizaciones indígenas en contra del extractivismo del ex Presidente Rafael Correa, fueron calificadas en su momento como maniobras de agencias de inteligencia internacional, específicamente la CIA, en contra de los gobiernos progresistas. Las movilizaciones de octubre de 2019 fueron calificadas por el Presidente de ese entonces, Lenin Moreno, de haber sido financiadas por el Foro de Sao Paulo y por los partidarios del ex Presidente Rafael Correa; las movilizaciones de junio de 2022, según el Presidente Guillermo Lasso, solamente se explican por el financiamiento del narcoterrorismo.

Estas “explicaciones” por supuesto que son estratégicas pero también demuestran la profunda ignorancia hacia un sujeto político que ha alterado de forma trascendente la política en el país desde el año 1990. Son argumentos recurrentes que siempre apelan a la desaparición ontológica-política del movimiento indígena, aquello que el filósofo portugués Boaventura de Souza Santos denomina “la sociología de las ausencias”. 

No obstante, aquello que siempre emerge en las movilizaciones indígenas es el sujeto comunitario. En toda movilización indígena, en realidad, es el sujeto comunitario en tanto sujeto político el que se moviliza, de ahí que esa movilización adquiera contornos y consistencias que solo pueden ser comprendidas desde el sujeto comunitario y su estructura ontológica-política.

El sujeto comunitario y la institución del diálogo comunitario y el consenso

En junio de 2022, la Agenda de Lucha Nacional, como fue conocida la plataforma de diez puntos que legitimó la movilización nacional, fue construida mediante un paciente y largo proceso de consultas comunitarias a las organizaciones indígenas. Es decir, la construcción de la agenda fue, al mismo tiempo, la construcción de la movilización de esa agenda y se inscribe de lleno dentro de las prácticas políticas del sujeto comunitario.

Una de las instituciones más importantes de esa práctica política del sujeto comunitario es la regla del consenso. A diferencia del esquema liberal en el cual las diferencias se zanjan y las decisiones se toman a partir de la regla de la mayoría, para el sujeto comunitario no pueden haber decisiones sin consenso. Por supuesto que hay la regla de la mayoría pero una vez que se haya alcanzado el respectivo consenso. No obstante, para llegar al consenso se requiere diálogo y para que el diálogo no sea estratégico se requiere de participación que, además, no sea censitaria. 

En el esquema liberal hay barreras censitarias para llegar a acuerdos y certificar la toma de decisiones, como por ejemplo, el estatuto de migrante, extranjero, mujer, niño, joven, adolescente, adulto mayor, etc., son mecanismos de exclusión que, para el liberalismo, son legítimos y legales. En el liberalismo, incluso, el ejercicio del voto es discrecional. En el sujeto comunitario, en cambio, esas barreras censitarias desaparecen. En la comunidad es imposible escapar de la politicidad del sujeto comunitario.

El consenso significa no solo estar de acuerdo, a pesar de las diferencias, sino que se mantienen esas diferencias sobre el acuerdo general pero se participa con la comunidad en ese acuerdo general. El consenso no anula el disenso, sino que lo integra como parte fundamental del debate. Eso fue lo que sucedió con la Agenda de Lucha Nacional que fue la plataforma sobre la cual se estructuró y definió la movilización de junio de 2022. Fue una agenda construida desde el consenso. Nunca fue impuesta al tejido comunitario sino que nace desde él. Esos diez puntos resumen las preocupaciones, las prioridades, las limitaciones y las posibilidades de ese sujeto comunitario. Quizá en esa agenda no consten otros puntos que pueden ser aparentemente claves desde otras perspectivas, pero aquello que es importante señalar es que esa agenda fue construida bajo la institución comunitaria de la regla del consenso.

Pero el consenso no se limita a expresar un punto de vista para luego deshacerse o desentenderse de sus consecuencias. El consenso es compromiso. Quien consensua también se compromete a llevar adelante y estar vigilante de aquello sobre lo que se ha discutido. Hay un hilo conductor entre aquello que se discute y finalmente se aprueba, con el proceso posterior que lo verifica, lo asume y lo lleva adelante. Entonces, cuando el sujeto comunitario construye la agenda de lucha, también construye las formas de llevarlas adelante. El consenso es el puente hacia la praxis política del sujeto comunitario.

No hay cesuras, por tanto, entre aquello que se discute, se debate y se aprueba, con aquello que luego expresa sus consecuencias en la praxis. El consenso es el vínculo que evita la cesura entre el decir y el hacer. Entre el consenso y su praxis media el diálogo de iguales sin fronteras censitarias. 

Ahora bien, esta institución del consenso que es fundamental para el sujeto comunitario, ha sido invisibilizada en el debate político que está copado epistemológica y metodológicamente por el liberalismo. Como en el liberalismo no existe la regla del consenso, solo existe la regla de la mayoría, entonces la institución de la regla del consenso desaparece. Es la desaparición de una institución que es correlativa a la invisibilización del sujeto del cual es portador.

Pero como los hechos son tenaces y la realidad está ahí y, para mantener el principio de realidad, de alguna manera hay que comprender y asumir las movilizaciones indígenas, entonces se las inscribe a fortiori dentro del marco interpretativo del liberalismo. Pero como este marco teórico no tiene los instrumentos conceptuales para comprender estas dinámicas, porque no procesa otro sujeto que aquel del individuo, entonces se incorporan variables exógenas que pretendan, al mismo tiempo que explicarlos, también desvirtuarlos y, por ende, deslegitimarlos. La explicación desde esos vectores externos sobre la capacidad política de las movilizaciones indígenas cumple, por tanto, un rol clave: invisibiliza la ontología política de ese sujeto comunitario y lo inscribe dentro de un campo disciplinario que anula sus posibilidades emancipatorias.

Así, el discurso elaborado desde el poder dice que puede ser la CIA, el foro de Sao Paulo, los partidarios del ex Presidente Correa, el narcoterrorismo, etc., quienes financian la organización de estas movilizaciones indígenas, pero el discursos del poder nunca los reconocerá como procesos propios, como parte de la ontología política de los pueblos ancestrales. Si durante siglos se les negó su existencia y se les orilló a la desaparición, entonces es relativamente normal que sus procesos políticos y sociales sean también invisibilizados.

Movilización indígena y sistema político: contradicciones y paradojas

Lo interesante de esta institución del consenso comunitario en la construcción de la agenda de lucha es la forma por la cual ponen entre paréntesis al sistema político, a pesar de que el movimiento indígena, en esta coyuntura, tiene una importante participación legislativa, cerca del 20%. Por ello la paradoja: habría cabido suponer que con tanta importancia dentro del sistema político, lo normal habría sido que el conflicto político se resuelva dentro del sistema político, no fuera de él. Cualquier otro movimiento social, con un partido propio y con el control de al menos una quinta parte de la legislatura, habría aprovechado esa fuerza dentro del Parlamento para obligarlo a tomar posiciones y resolver, en este caso, los diez puntos de la agenda de lucha planteados por el movimiento indígena.

Sin embargo, las organizaciones sociales ni por asomo se les ocurrió situar su agenda de lucha dentro de las coordenadas del sistema político. ¿Por qué no utilizaron su fuerza legislativa como una herramienta clave en su disputa política? ¿Por qué la construcción de la agenda de lucha mediante la regla del consenso y la movilización social buscaron alejarse del sistema político? ¿Por qué sus representantes legislativos no participaron y no formaron parte de la construcción de esa agenda de lucha? ¿Por qué no tuvieron rol alguno durante los eventos de movilización tanto en octubre de 2019 cuanto en junio de 2022 y, posteriormente, en las mesas de diálogo con el gobierno? ¿Cómo explicar ese alejamiento entre el sujeto comunitario, la movilización indígena y sus propios representantes legislativos en el sistema político?

Una hipótesis para responder a estas cuestiones, tiene que ver con la forma que asume la política en el sujeto comunitario y que puede expresarse en la fórmula zapatista del “mandar obedeciendo”. La distancia entre la praxis política del sujeto comunitario y las coordenadas disciplinarias del liberalismo corresponde a una comprensión que para cambiar al mundo hay que, en determinados momentos, salir del corsé liberal. La presión desde fuera del sistema político obliga a que este pueda replegarse y, de esta forma, generar un espacio desde el cual puede actuar el sujeto comunitario. Ese espacio de repliegue del sistema político permite comprender de otra forma la política y las disputas por el sentido del mundo. 

Si la praxis política del sujeto comunitario se inscribe solo dentro de las coordenadas disciplinarias del liberalismo que, de hecho, son aquellas de los sistemas políticos modernos, tendrá que resignar aquello que lo define y estructura, es decir, su carácter de sujeto comunitario y transformarse políticamente en un movimiento social que presiona desde fuera al sistema político por los cambios que considera justos y pertinentes. Es decir, el sujeto comunitario tendría que resignar todo contenido emancipatorio y tratar de cambiar el sistema liberal de la política desde dentro, algo que por definición es una aporía pero que, en todo caso, genera la ilusión que el cambio es posible.

No obstante, para mantener su estatuto ontológico, el sujeto comunitario necesita de un espacio político propio desde el cual pueda confrontar al sistema político. No puede imbricarse dentro del sistema político liberal, al menos en esos instantes de movilización, porque eso desvirtúa el sentido de su lucha, y tampoco puede proporcionar a esa movilización el carácter de una acción colectiva porque eso anula cualquier posibilidad de construir otro mundo posible. Se trata de una contradicción que es inherente a la forma del liberalismo de construir la política en sociedades complejas y diversas.

Para resolver esa contradicción el movimiento indígena crea un espacio político propio y, desde ese espacio, resolver el conflicto político. Se trata de un espacio creado desde la movilización social. Para crear ese espacio se necesita un alto nivel de organización y de politización, porque, en definitiva, lo que ocurre es que se abre el espacio de la política pero por fuera del sistema político, pero el liberalismo lo máximo que puede aceptar es la acción colectiva, no la creación de espacios políticos por fuera del sistema político. Sin embargo, el sujeto comunitario se ve obligado a crear ese nuevo espacio y, para hacerlo, tiene que vaciarlo de todo contenido liberal; precisamente por ello, su movilización no puede ser asumida como acción colectiva ni insertarse en el sistema político.

Esto puede comprenderse de mejor manera cuando se analiza la movilización social de junio de 2022 y su resolución. A los dieciocho días de movilización indígena, el gobierno ecuatoriano finalmente cede y empieza el proceso de negociación social entre el movimiento indígena como sujeto político y el Estado que, esta vez, involucra a todos los poderes públicos. Se trata de un caso sui géneris en el cual constan, de un lado de la mesa el Estado y, del otro, el sujeto político comunitario. Entre ambos hay una agenda política que no puede ser soslayada y que, para su resolución, involucra al poder ejecutivo y, en suma, a todo el sistema político. 

Mas, quien pone las coordenadas de su resolución no es el Estado, es el movimiento indígena. Pero para que pueda ocurrir ese encuentro es necesario, previamente, vaciar, por decirlo de alguna manera, el espacio de la discusión, porque si no se lo hace, los intereses estratégicos de los actores políticos, en tanto lo permite la estructura del sistema político, pueden alterar el equilibrio de fuerzas. 

En efecto, como se trata de actores oportunistas y estratégicos, porque así es el sistema político, buscarán cualquier asimetría en la coyuntura para provocar un desbalance que pueda favorecerlos de forma estratégica. Precisamente por ello, hay que vaciar ese espacio de todo comportamiento oportunista y estratégico, y es por ello que en la resolución del conflicto no puede entrar el sistema político sino quizá a posteriori y con un trazado de cancha ya determinado.

El movimiento indígena ha tenido un duro aprendizaje de lo que significan esos comportamientos oportunistas y estratégicos en el sistema político, porque tuvo que sufrirlos de manera directa de parte de su propio partido político, el movimiento Pachakutik. En varias oportunidades, en vez de ser parte de su proyecto de emancipación social, su propio partido político se convirtió en su adversario más complejo. Una especie de némesis del liberalismo en contra de la ontología política del sujeto comunitario.

El sujeto comunitario y la movilización: la tensión dialéctica de las instituciones indígenas

Una movilización de dieciocho días, con un nivel de control territorial absoluto y casi a escala nacional, con una intervención por parte de los comuneros indígenas sobre toda la red vial del país, y con una capacidad de incidencia en el debate político al extremo de haber suspendido la vida política y económica del país por ese lapso y obligar, finalmente, al gobierno a dar marcha atrás en la austeridad y revisar una serie de políticas públicas y económicas de ajuste fiscal, dan cuenta de la importancia política y estratégica del movimiento indígena. Entonces, cabe preguntarse: ¿Cómo logra el movimiento indígena un control territorial de esas características? ¿Cómo sustenta su poder de convocatoria? ¿Cómo se puede sostener una movilización nacional de tal calibre y envergadura?

Para poder responder a estas cuestiones, y como ya se había indicado, es necesaria una visión de paralaje sobre el movimiento indígena, esto es, dejar de verlo como actor social y asumirlo como sujeto político con su propio estatuto epistemológico y ontológico-político. Hemos visto ya el rol de una de las instituciones claves del sujeto comunitario, aquella de la regla del consenso, como el eje articulador entre la formulación de la agenda y su praxis. Hemos visto también como la movilización depura el espacio de la política de todo vector estratégico y oportunista para que pueda entrar la Agenda de Lucha y, por tanto, desde ahí, resolver el conflicto político.  Ahora bien, una vez que se formula la agenda desde el consenso y el diálogo, es necesario asumir la organización de la movilización desde sus aspectos políticos más generales hasta las cuestiones más pragmáticas, operativas y de procedimientos.

Para ello, entra en juego otra de las instituciones claves del sujeto comunitario, aquella de la minga. La minga (o también minka), es una de las instituciones más conocidas y analizadas desde la antropología en general y la antropología política en particular. Es gracias a esta institución que puede explicarse la magnitud, la complejidad y la vastedad de la organización indígena.

La minga es la forma por la cual se acumula y se canaliza la fuerza del sujeto comunitario. Es una de las instituciones más comunes y más conocidas, en especial por sus interpretaciones económicas, porque permite acumular fuerza comunitaria para resolver problemas comunitarios que, de no existir la minga, habrían sido imposibles de lograr. Desde una siembra en una chacra determinada hasta la construcción de caminos o sistemas de regadíos, la minga expresa la posibilidad de acumular fuerza comunitaria y proyectarla para la resolución de los problemas comunitarios.

Pero acumular la fuerza comunitaria para luego proyectarla hacia algo implica consensos y acuerdos. Esa fuerza comunitaria, para ser efectiva, necesita sustentarse en el consenso. La forma más fenoménica de la minga es aquella del trabajo comunitario, es decir, como despliegue de fuerza física e intelectual de los comuneros para resolver problemas que pueden ser individuales o comunitarios. 

No obstante, detrás de la minga hay uno de los principios éticos y filosóficos más importantes del sujeto comunitario y que, mutatis mutandis, tiene la misma importancia que la función de utilidad del sujeto individual de la modernidad capitalista; se trata del principio de reciprocidad.

En efecto, de la misma manera que la función de utilidad del sujeto individual permite la construcción teórica de todo el discurso de la economía moderna y explica los comportamientos económicos en la globalización capitalista, tanto de las corporaciones cuanto de los consumidores globales, así la reciprocidad, en cambio, explica, refiere y contextualiza el comportamiento del sujeto comunitario.

Si hay algo que permite la concentración de la fuerza comunitaria dentro de circunstancias determinadas para luego proyectarlas hacia la resolución de esas circunstancias es, precisamente, el principio de reciprocidad. Gracias a la reciprocidad se puede establecer el tejido comunitario. Es tan importante el principio de reciprocidad que es el fundamento mismo de ese tejido comunitario, al extremo que Marcel Mauss, por ejemplo, haya visto en ese fenómeno lo que él denomina, un hecho total, es decir, una condición tanto de posibilidad cuanto de existencia del sujeto comunitario en tanto sujeto. Así, el sujeto comunitario no puede existir ni ser en términos ontológicos por fuera del principio de reciprocidad.

La minga como expresión del principio de reciprocidad convoca a la cooperación y la colaboración sin remuneración y sin otro aliciente que la reciprocidad. La minga es la expresión más práctica y factual de la puesta en obra de ese principio de reciprocidad.

Ahora bien, una cosa es la minga para resolver problemas del mundo comunitario y otra diferente es la minga en la trama de la movilización social y política. En efecto, el sujeto comunitario acude, para la organización de la movilización, de aquello que tiene  a mano y, en este caso, es la minga y su cosmovisión del mundo basada en la reciprocidad como “hecho total”.

En estas circunstancias, la minga adquiere otro sentido y otra contextura. La minga es la acumulación de fuerza comunitaria pero, esta vez, se recurre a ella para proyectarla desde la comunidad para sustentar la movilización y, desde ahí, resolver el conflicto político. Esto, por supuesto, altera la noción de minga y de reciprocidad porque las pone a prueba por fuera del sistema comunitario y en línea de confrontación directa con el Estado y a la trama liberal de la política. Entonces ¿cómo se afectan tanto la minga cuanto el principio de reciprocidad cuando son proyectados hacia la resolución de conflictos políticos de carácter nacional?

La minga, cuando es proyectada hacia la esfera de la política, también adquiere un sustrato político. Deviene, así, en una institución política. Es la institución sobre la cual descansa la organización, con todos sus detalles prácticos y operativos, de la movilización indígena. Pero es también la institución que permite abrir el espacio hacia otros sectores sociales para que puedan converger hacia la movilización indígena.

El principio de reciprocidad que sostiene a la minga, efectivamente, también permite que ese principio de reciprocidad apele a la sociedad. Los primeros convocados por ese principio de reciprocidad son los más pobres. Aquellos que viven en las barriadas más humildes y proletarias, son los primeros en recibir a los indígenas en sus marchas hacia las ciudades, en especial, hacia la capital de la república. No solo que los reciben, sino que los albergan, los protegen, los alimentan. La solidaridad de los pobres se teje con reciprocidad. La reciprocidad genera sentimientos de solidaridad y empatía. Desde esa solidaridad emerge y se consolida la resistencia. Ahora la movilización se transforma en una gran minga que ha convocado también a los más pobres.

Si la minga es la acumulación de fuerza comunitaria para canalizarla hacia la resolución de un problema, y si el sujeto comunitario traslada hacia esa institución su capacidad de movilización, entonces esa capacidad de movilización será la expresión de esa fuerza comunitaria trasladada hacia el campo de la política. Si la minga y el principio de reciprocidad permitieron y aseguraron la sobrevivencia de las comunidades durante siglos, es normal que ahora aparezca con toda su fuerza en los contextos de movilización indígena y que les otorgue una consistencia que, sin esas instituciones ancestrales, sería imposible de concebir. Esas movilizaciones indígenas son contundentes porque son fenómenos políticos totales (en el sentido que Mauss da al término).

Cuando el sujeto comunitario se moviliza, también se moviliza con él todo su mundo, toda su historia, toda su memoria y, justo por eso, esas movilizaciones son procesos de ontología política. Eso es lo inédito que aparece en estas circunstancias y que emergió desde el levantamiento indígena de 1990: la capacidad de haber transformado al actor social comunitario de un actor étnico o económico, en un sujeto político con una agenda no solo de resistencia sino también de emancipación social.

La estructura más íntima de la movilización del sujeto comunitario se explica, entonces, desde ese entramado complejo de instituciones comunitarias. Ahora bien, gracias a la minga se puede literalmente organizar algo que en otros contextos sería imposible, la movilización coordinada, estructurada y sostenida en el tiempo de decenas de miles de comuneros en todo el país. La movilización es una gran minga que proyecta la fuerza comunitaria pero también la organiza y la coordina. Gracias a esa minga se pueden articular líneas de abastecimiento, de relevos, de seguridad y protección, etc. 

De esta manera, en la movilización social la minga se politiza. Adquiere una consistencia relativamente nueva. Al politizarse también se transforma. Hay una dialéctica que otorga a esta institución indígena una composición cualitativa que la tensiona en el conflicto y la pone a prueba. La fuerza del sujeto comunitario en tanto sujeto, condensada y proyectada desde la minga, es enorme. Por ello puede desplegarse y sostenerse en el tiempo. Por ello puede copar, literalmente, todas las carreteras, calles y plazas. Por ello puede mantener el control territorial a escala nacional y durante todo el tiempo que dure el conflicto hasta su resolución.

Sin embargo, esto no puede ser comprendido ni explicado desde el Estado que todo lo ve desde el cristal del liberalismo, del mercado y del homo economicus. En las coordenadas epistemológicas del liberalismo la minga, como institución, desaparece. Quizá pueda ser asumida como un hecho antropológico pero no como un hecho político. Por ello, el liberalismo busca comprender ese hecho político de tanta contundencia a través de vectores exógenos. En su momento, se acudió al expediente de la CIA, al Foro de Sao Paulo, el narcoterrorismo, en fin, cualquier determinación exógena que, al menos, permita un mínimo de comprensión a un fenómeno inasible desde su propia epistemología.

Alguna vez, el economista inglés John Maynard Keynes decía que los economistas clásicos se comportan como geómetras euclidianos en un mundo no euclidiano, y reprochan a las paralelas por no mantenerse rectas. Quizá esta metáfora también sirva para los teóricos liberales que no pueden entender la política por fuera del liberalismo y, como no comprenden al sujeto comunitario y sus instituciones, optan por el camino más fácil: los desaparecen de su radar.

Violencia y poder en la movilización indígena: la fiesta y la apertura del tiempo

No obstante, la minga y la reciprocidad que permiten la condensación de la fuerza comunitaria y luego su despliegue, no pueden por sí mismas resolver la violencia del Estado y, además, el racismo. En efecto, la violencia del Estado es tan fuerte y tan masiva que busca derrotar a la movilización indígena a través de su desarticulación violenta. Es una violencia que busca generar una heurística del miedo, al mismo tiempo que quiere sacar a la movilización de su cauce político y convertirla, desde el discurso oficial, en una caótica protesta de personajes violentos que quieren destruir ciudades convocados por otros intereses y por sus propios resentimientos. De esta manera, la violencia del Estado, al intentar desarticular la movilización indígena, puede procesarla desde el racismo y, así, anularla políticamente. Cuenta para ello,  por lo demás, con el apoyo y soporte de los grandes medios de comunicación.

¿Cómo pudo la movilización indígena soportar esa violencia y ese racismo y nunca perder su cauce? Para explicarlo es necesario acudir a una de las instituciones más complejas y difíciles del sujeto comunitario: la fiesta; es difícil y compleja porque su deriva hacia la antropología es casi inmediata. Se trata, en este caso, de comprender la fiesta en tanto institución dentro de la politicidad generada desde la movilización y en resistencia al neoliberalismo. No se trata, por lo tanto, de establecer los contenidos antropológicos de la fiesta indígena, ni su inscripción dentro de lo dionisíaco y lo apolíneo, ni tampoco su religiosidad, sino más bien realizar una interpretación al tenor del acontecimiento político generado desde la movilización del sujeto comunitario; es decir, cómo sale a flote en un contexto dramático y de máxima tensión, como es la violencia política del Estado en contra de la movilización indígena, una dimensión que atraviesa al sujeto comunitario y lo constituye en su relación con el tiempo, es decir, la memoria del futuro que se construye desde la proyección del pasado. Si la minga se politiza, también se politiza el tiempo del sujeto comunitario. Pero el tiempo del sujeto comunitario se condensa y se define dentro de la fiesta.

En efecto, la fiesta, para el sujeto comunitario, en última instancia, tiene que resolver un problema que no existe en la modernidad y tampoco para el sujeto individual moderno: la apertura del tiempo. El sujeto comunitario vive el tiempo de una manera diferente al sujeto individualizado de la modernidad. En la estructura ontológica del sujeto comunitario, el tiempo social e histórico se pliega y repliega en una especie de continuum que vuelve siempre sobre sí mismo. Es una especie de circularidad abierta que, gráficamente, puede ser representada en la forma de un caracol. Avanzar hacia el futuro también significa retroceder en el tiempo. Es una visión compleja y diferente a la forma de vida de la modernidad y que no tiene que ver con el tiempo físico, sino más bien con esa ontología del tiempo que fue reflexionada, entre otros, por Bergson y Heidegger, pero esta vez desde los contenidos ontológicos del sujeto comunitario. La forma por la cual el tiempo puede inflexionarse, para el sujeto comunitario es, justamente, la fiesta. Por ello quizá sea necesario comprenderla más allá de sus contingencias para visualizarla como parte de la estructura ontológica del sujeto comunitario.

En tanto fiesta es sacralidad y en tanto sacralidad tiene que ver con la violencia del mundo. La fiesta es la apertura ontológica del mundo. Por ello puede involucrar una violencia que puede ser restauradora del mundo. Esa forma primigenia de la apertura del mundo se ha conservado en el mundo indígena en algo que se denomina “la toma de la plaza”. Ahora bien, es ese sustrato de violencia primigenia del mundo que aparece en la fiesta lo que permite, de alguna manera, absorber la violencia del Estado y, también, el racismo. 

En el contexto de la movilización indígena, la fiesta actúa como un mecanismo que mantiene su cohesión y estructura. En otros contextos y sin esta institución, cualquier otro movimiento social habría sido desarticulado ante el despliegue de la violencia política del Estado. De hecho, ha pasado varias veces con el movimiento obrero que ha sufrido verdaderas masacres desde el poder del Estado manejado por la burguesía y, hay que reconocerlo, al movimiento obrero le ha costado muchísimo reponerse de esa violencia política, de esa lucha de clases.

Una precisión se impone: no significa que las movilizaciones sociales sean asumidas como una fiesta ni que tampoco sean antropologizadas a fortiori. Se trata de comprender al sujeto comunitario, como decía Mauss, como un hecho total en su proyección política. Cuando el sujeto comunitario se moviliza también se moviliza la estructura ontológica de su mundo y en su mundo la fiesta es determinante.

De la misma manera que el sujeto individual de la modernidad, cuando hace política por fuera del sistema político, hace acción colectiva, es decir, proyecta su ontología política (su ser en el mundo) hacia la resolución de los conflictos del mundo, de esta misma forma, el sujeto comunitario, cuando hace política, proyecta al mundo su propia ontología política. El sujeto comunitario no tiene otra manera de ser en el mundo, y cuando decide ir a una movilización nacional y, en ese contexto, es reprimido, torturado, asesinado, judicializado, racializado, desde el poder del Estado, no solo que soporta esa violencia sino que la resuelve porque puede integrarla en su ontología política.

La minga acumula fuerza indígena, pero la movilización la convierte en festiva y, cuando es reprimida, la movilización indígena no se desarticula ni se detiene, porque puede, inmediatamente, asumir e inscribir la violencia de esa represión dentro de los contenidos de apertura del tiempo, porque sabe que la movilización en definitiva es eso: la apertura del tiempo político en una escala diferente, aquella de la emancipación social; justo por ello, el primer levantamiento indígena de 1990, se denomina: “Levantamiento del Inti Raymi” (la fiesta del sol), no solo por la coincidencia de fechas, sino porque en todo levantamiento indígena está de por medio el retorno del tiempo nuevo. Esa apertura del tiempo político tiene un nombre específico para el sujeto comunitario, lo ha denominado como “Pachakutik” (que se puede traducir como el retorno del nuevo tiempo), y es ese nombre el que ha dado para su principal movimiento político.

La violencia política del Estado se enfrenta a una forma diferente de respuesta. Esa violencia política es interiorizada y procesada desde los contenidos y las formas de la fiesta como apertura del tiempo hacia el tiempo nuevo. Así, la violencia del Estado puede ir in crescendo, como efectivamente ha sucedido; puede provocar muchas víctimas, como en efecto lo ha hecho, pero la movilización indígena puede defenderse de esa violencia y nunca salir de su cauce político. Aquello que la inscribe dentro de ese cauce es la convicción que su lucha, y aquí se justifica el gerundio, está abriendo un tiempo nuevo. En ese tiempo nuevo subyace una de las determinaciones más importantes de su promesa emancipatoria.

Es por eso que el discurso del poder que presenta el derecho a la resistencia como vandalismo y violencia ciega y sin razón de terroristas, es el correlato del supuesto financiamiento externo de sus movilizaciones. En ambos casos, el racismo del poder es la consecuencia lógica de la desaparición ontológica al sujeto comunitario.

Por supuesto que hay otras instituciones indígenas, como por ejemplo la guardia indígena, o la justicia indígena, entre otras, que también entran en juego en este contexto de lucha social y movilización. Pero se han señalado aquí aquellas que pueden permitir comprender y explicar la fuerza, la contundencia y la amplitud de las movilizaciones indígenas tanto de octubre de 2019 cuanto de junio de 2022.

Conclusiones

Pienso que hay un proceso de retroalimentación entre la forma que tienen las instituciones indígenas que, además, provienen desde una trayectoria ancestral, con su praxis política. Esa praxis política altera las instituciones indígenas. Las inscribe dentro de una trama de politicidad que influye sobre su cosmovisión del mundo pero también sobre la percepción que tienen sobre sí mismos. 

Esas instituciones ancestrales, desde el primer levantamiento indígena de 1990 hasta el levantamiento de junio de 2022, se han transformado cualitativamente porque se han politizado en su confrontación contra el neoliberalismo.

Es cierto que esas movilizaciones indígenas se han apalancado sobre esas instituciones (la regla del consenso, el diálogo comunitario, la minga, la fiesta, la reciprocidad, en fin), pero cuando esas movilizaciones indígenas confrontan las estructuras de poder y reciben la violencia del poder, esas instituciones ancestrales cambian, se actualizan. Son transformaciones internas, quizá imperceptibles incluso para el mundo indígena, pero definitivamente adquieren otra consistencia. 

De una parte deben permitir la defensa del tejido comunitario y, de otra, se exteriorizan hacia la sociedad para resistir la agresión y la violencia del neoliberalismo. Se despliegan como si fuesen un paraguas que cubre a toda la sociedad pero, en especial, a los más pobres, a los más vulnerables. Esa forma de exteriorización es importante porque asume un rol relativamente nuevo: dan forma al discurso de la emancipación social. 

Cuando esas instituciones ancestrales fundamentan y permiten la formulación y la praxis de la emancipación social, la estructura ontológica de su mundo se convierte en ontológica-política. Es por ello que hay un cambio entre las sublevaciones y rebeliones indígenas de los siglos XVIII-XX con el levantamiento indígena de 1990 y posteriores. 

El punto que marca la transición del movimiento indígena como sujeto político y que permite la emergencia de un proyecto de ontología-política en clave de emancipación social es su discurso del Estado Plurinacional, porque gracias a este concepto se puede abrir el campo de posibles históricos desde la misma trama liberal del mundo.

Hasta antes de 1990 las luchas reivindicativas por la tierra, la cultura, el territorio, la educación intercultural, entre otras, le circunscribían a los pueblos indígenas dentro de las coordenadas étnicas y los inscribían dentro de una larga trayectoria de denuncia por las duras condiciones de vida de los comuneros indígenas, en especial, aquellas que tenían que ver con el sistema hacienda y el huasipungo, el concertaje, entre otros. 

Pero las reformas neoliberales y la modernización capitalista hacen explotar por los aires al sistema hacienda y las formas precarias de producción y distribución, pero mantienen la misma estructura de dominación política sobre los pueblos indígenas, una dominación que, además, se fundamenta en criterios de racialización para generar exclusión, discriminación y violencia. La lucha de clases gira hacia la discriminación y el apartheid. 

La modernización capitalista no alteró en nada esos patrones racistas de dominación. Sin embargo, cuando en 1990 el movimiento indígena organiza y lleva adelante el primer levantamiento bajo la propuesta del Estado Plurinacional, altera los contenidos de la dominación y proyecta a los pueblos indígenas de manera diferente a las coordenadas étnicas y reivindicativas de la lucha por la tierra, el territorio, la cultura, la educación intercultural, entre otros. 

Aquello que quieren ahora transformar de manera radical es la estructura misma del Estado, una estructura que había sido codificada desde la fundación de la república bajo coordenadas liberales; es decir, se crea un Estado en donde la inmensa mayoría de la población, no puede acceder al contrato social porque les ha sido negada su condición de ciudadanos por su pertenencia étnica. Ahora bien, ese horizonte del Estado Plurinacional se transforma en contenido emancipatorio cuando el movimiento indígena comprende que la lucha por el Estado Plurinacional pasa también por la resistencia al neoliberalismo. 

No puede construirse ni pensarse al Estado Plurinacional dentro de las coordenadas del neoliberalismo. Toda la década de los años noventa será una lucha de resistencia al neoliberalismo. Esas luchas y resistencias transforman cualitativamente al movimiento indígena y cambian sus instituciones ancestrales, porque lo único que tienen a mano para resistir al neoliberalismo es su propia forma de vida. Durante décadas, las comunidades indígenas fueron objeto de estudio de la antropología que, es necesario decirlo, nunca los asumió como sujetos políticos y, menos aún, nunca los reconoció su estatuto de ontología política. 

Por supuesto que tienen sus propios referentes teóricos que provienen desde la resistencia a la conquista y, posteriormente, al sistema hacienda, pero esas referencias, hasta el momento, no han conformado un corpus teórico lo suficientemente importante y trascendente como lo fue el caso de la clase obrera y el pensamiento marxista. 

En consecuencia, aquello que tenían y tienen a mano es su vida comunitaria, su cosmovisión del mundo y sus instituciones ancestrales. Es eso lo que ponen a funcionar en su resistencia al neoliberalismo y en sus movilizaciones políticas. Es sobre eso que fundamentan, sostienen y consolidan su resistencia y su movilización, y es eso lo que altera de forma trascendente las coordenadas de la dominación política, y es eso lo que ahora es necesario comprender, analizar, visibilizar.

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martes, 18 de marzo de 2025

Fascismo y guerra en el capitalismo tardío

  

Fascismo y guerra en el capitalismo tardío

Pablo Dávalos

¿Qué significan los aranceles del gobierno de Trump, más allá de cualquier motivación comercial o económica e, incluso, más allá de su efectiva aplicación? ¿En qué punto queda la globalización y la lógica de del libre mercado como eficiente asignador de recursos a partir de la propuesta de aranceles de Trump? Ahora bien, lo que es cierto es que los aranceles, cualquiera sea su motivación y su forma de aplicación, van a contravía de la globalización y el discurso del libre mercado

En efecto, durante décadas se impuso el discurso del libre mercado como única posibilidad del capitalismo y, de hecho, se conformó una arquitectura institucional para vigilar y sancionar su estricto cumplimiento: la Organización Mundial de Comercio.

Así, la OMC aparecía como el garante de ese libre mercado y creaba los instrumentos normativos que vigilaban que ninguna economía nacional ponga trabas al mecanismo puesto en marcha por la globalización en un proceso de convergencia normativa planetaria en la cual los Estados devenían en determinaciones del mercado mundial y los ciudadanos en sus engranajes.

A la globalización de bienes y servicios correspondió también aquella de capitales financieros y el mundo se integraba bajo la lógica mercantil y el capitalismo hacia su fase de financiarización y especulación. La razón del mercado se convirtió en pax mercatoria

Salir de esa lógica, al menos teóricamente, era impensable. Se había, incluso, creado una categoría especial para aquellos países que no querían integrarse a la globalización. Se les denominó Estados parias Estados fallidos.

Se creó una especie de teleología sobre la globalización: como una finalidad en sí misma, como un deber ser.  Aquellos países o regiones que no querían integrarse o que no abrían sus economías a la globalización serían castigados con el exilio de la globalización. Se les condenaba al ostracismo. Sin embargo, y a partir de la heurística del bloqueo a Cuba que impidió a este país cualquier salida económica, se puso a la globalización en la matriz bélica del capitalismo. Quizá el epítome de la globalización como arma de guerra fueron las sanciones a la Federación de Rusia como castigo por haber invadido a Ucrania justo depués de la pandemia del Covid-19. 

En esa ocasión, se utilizó al mercado global como arma de guerra para provocar la derrota bélica de Rusia. Se consideró que la tecnología militar, el entrenamiento a los soldados ucranianos, más el uso de mercenarios de todas partes del mundo conjuntamente con la serie de sanciones y desconexiones con respecto al mercado mundial debilitarían de tal manera a Rusia que la pondrían de rodillas militarmente. En el imaginario de Occidente, se veía a Rusia como una inmensa gasolinera con bandera nacional.

Es más, sobre ese imaginario de que las sanciones del mercado mundial tendrían tanto poder disuasorio como las armas, se pensaba incluso cómo proceder ante la, según Occidente, inminente derrota militar y económica de Rusia y se había, en este tenor, considerado que Rusia no podía soportar esa derrota y se produciría una fragmentación en una serie de republiquetas que se integrarían al mercado mundial de forma subordinada (el escenario de la ex Yugoslavia) y provocarían un festín de commodities y de intervenciones políticas sobre los restos de la otrora Federación de Rusia. 

Ahora bien, toda esta construcción ideológica, discursiva, normativa y bélica, empieza a trastrabillar cuando Rusia demuestra contundencia en el ámbito militar y cuando las sanciones se revelan intrascendentes. Nunca se produjo ninguna derrota militar a Rusia. Más bien Rusia jugó siempre a su favor en este conflicto y movió sus estrategias militares más con una visión geopolítica. 

Este escenario se agrava con la elección de Trump en el año 2024 y su asunción en 2025. Con su propuesta de aranceles y con su distancia con Ucrania y  su acercamiento a Rusia, Trump deja prácticamente fuera de juego a Occidente, a toda la OMC y, fundamentalmente, a los países europeos que se habían comprometido con la estrategia militar en Ucrania y, producto de ello, deja en la estacada a sus socios europeos que se habían declarado más Otanistas que la OTAN. 

¿Qué pasó? ¿Cómo entender la posición de Trump? Se pueden esbozar varias hipótesis y quizá una de las más importantes tenga que ver con la constatación de que el imaginario de que el mercado como fuerza global pueda, incluso, contribuir a derrotar militarmente a cualquier país, es producto más de la imaginación que la realidad. 

Las sanciones económicas a Rusia y su desconexión del mercado mundial finalmente debilitaron a la OTAN y sus aliados y, paradójicamente, fortalecieron a Rusia. En efecto, para sortear esas sanciones, Rusia articuló una política de alianzas con los rivales directos de EEUU, en especial, China, Corea del Norte e Irán. 

Rusia y sus aliados empezaron a intercambiar bienes, servicios y capitales por fuera del área del dólar y crearon una esfera paralela a aquella del dólar. Era la primera vez que eso sucedía desde Bretton Woods en 1944. 

Las sanciones con respecto a la energía que Rusia proveía a los países europeos terminó por hundir las economías europeas. En pocos años, Europa pasa a convertirse en un enano político, económico y militar ante China, Rusia y sus aliados y, además, absorbe todos los costos políticos de Occidente sin beneficio de inventario. 

Así, la utilización de la globalización como arma de guerra afectó de manera fundamental a aquellos que pensaban que se podía utilizar el libre mercado global como arma de disuasión, incluido, dentro de su arsenal, al dólar norteamericano. 

Entonces, la posición de Trump es pragmática y realista. Comprende que la globalización es más una construcción ideológica que un dato de la realidad y que detrás del libre mercado debe existir la fuerza militar y coercitiva de los Estados-nación para sostenerlo.

Las múltiples declaraciones de Trump dan cuenta de la enorme debilidad geopolítica que atraviesa EEUU. Sin embargo, hay otro hecho quizá más fuerte detrás de la intención de suspender la globalización a través de los aranceles y tiene que ver con la nueva forma que adopta la división internacional del trabajo, en donde China desplaza a EEUU a un rol subsidiario. 

Trump está consciente de que al ritmo en el que avanza la industrialización de China, EEUU tendrá pocas opciones a futuro, sobre todo porque empezará a perder posiciones no solo a nivel industrial sino, especialmente, en el respaldo geopolítico al dólar.

Así, el derrumbe industrial de EEUU supondría también el derrumbe del dólar y, por tanto, la pérdida de hegemonía de EEUU. Esto obliga a asumir un principio de realidad sobre la globalización. La globalización es más una construcción ideológica del capitalismo tardío orientada a justificar posiciones de poder sobre las economías del mundo de tal manera que estas no puedan defenderse de la ambición de las corporaciones de occcidente a través de regulaciones, controles o aranceles. Algo que estaba muy bien hasta antes de la industrialización de China que puso el mundo al revés. 

En efecto, luego de la pandemia del Covid-19, China empieza un proceso de reinversión de sus excedentes para construir su mercado interno con un intenso proceso de inversión y planificación económica.  Una propuesta que, originalmente, fue realizada por el estructuralismo latinoamericano de la CEPAL en los años cincuenta del siglo pasado. Se le denominó como industrialización sustitutiva de importaciones. China empezó ese proceso gracias a que pudo captar importantes flujos de inversión extranjera directa en las zonas especiales de desarrollo económico creadas en 1979. 

Durante las primeras décadas del siglo XXI, China utilizó los excedentes comerciales para comprar bonos de la FED y, de manera indirecta, propiciar el consumo de EEUU que se financiaba mediante deuda y, de esta manera, China promovía sus propias exportaciones a costa del endeudamiento de los norteamericanos.

Sin embargo, esta vía tuvo un límite con la crisis financiera y monetaria del año 2008. La FED tuvo que actuar como prestamista de última instancia a nivel mundial y expandió la política monetaria para restaurar a los mercados financieros globales (se lo denominó quantitative easing QE). 

China comprendió que sus inversiones en bonos de la FED ya no irían a financiar el consumo sino más bien iban a garantizar la especulación financiera. Por ello, a partir de la pandemia del Covid-19, China decide reinvertir sus excedentes en su propio mercado interno, estabilizar su moneda y, desde ahí, adopta una gestión tecnocrática de la economía y de la política que empieza a cosechar frutos en la post pandemia. 

De la misma manera de lo que pasó con Rusia, EEUU intentó utilizar la globalización en contra de China. Así, acosó a la empresa Huawei y le impidió comercializar en su área de influencia. Ha prohibido a varias empresas tecnológicas vender tecnología de punta a China como por ejemplo las prohibiciones a NVIDIA. También ha acosado a la red Tik Tok (que, vale aclarar, no es China sino de Singapur). 

Para EEUU la globalización siempre fue un arma que podía utilizar a discreción. Le dio resultados con Cuba y Venezuela y, de cierta forma, también con Irán y Corea del Norte. Pero se convirtió en un búmeran en el caso de Rusia y China. 

Así, por ejemplo, las sanciones y prohibiciones para que China pueda utilizar microchips de NVIDIA, empujaron a que China desarrolle la industria de microchips de hasta 3 nanómetros, algo sin precedentes en esta industria. Para el año 2025, China había adelantado a EEUU en áreas estratégicas y claves en tecnología, biotecnología, IA, robótica, industria militar y aeroespacial. La distancia en industrialización entre China y EEUU se convertía en abismo. 

Ahora bien, la industrialización no es solo la capacidad de una sociedad de producir bienes y servicios, sino que, en realidad, fundamenta las relaciones de poder en el capitalismo. Una mercancía puede ser un objeto de intercambio que puede satisfacer una necesidad humana cualquiera, pero es también un condensado de las relaciones de poder. 

Si EEUU pudo convertirse en la potencia hegemónica fue porque tenía en su poder las riendas de la industrialización a escala global. Por supuesto que EEUU aún tiene en sus manos áreas claves, sobre todo relacionadas con tecnología y finanzas, pero también es cierto que China le pisa los talones. Si EEUU pierde la carrera de la industrialización pierde también aquellas condiciones que lo convierten en potencia hegemónica. 

Entonces, y al parecer los chinos lo tienen bastante claro, la disputa por la industrialización, al menos dentro de las coordenadas del capitalismo, es una disputa por el poder a escala mundial. La industrialización no solo crea bienes y servicios sino también poder. Y es eso lo que este momento entra en disputa y Trump está consciente de ello. 

Su país pierde las posibilidades de ser hegemónico si pierde las riendas de la industrialización. Al poner aranceles a todas sus importaciones, intenta dar un nuevo impulso a sus industrias y retomar la industrialización. Con ello intenta reforzar el área dólar e impedir que surja otra área monetaria. 

La cuestión es saber si tiene aún tiempo para recuperar la distancia perdida. Pero los datos dan cuenta que esa distancia se ha convertido en un abismo. En efecto, si se mide la innovación por el número de patentes, la distancia con respecto a China es abisal. Las fábricas chinas empiezan un proceso de robotización total que aún está en ciernes en EEUU. Las redes 6G, el desarrollo de la IA de código abierto, los nuevos microchips, el desarrollo en urbanismo, entre otros aspectos, dan cuenta de un proceso de industrialización intensivo que genera, en una especie de bucle auto-recursivo, más recursos para financiar esa misma industrialización. 

De esta forma, la posición de Trump parece desesperada y sin posibilidad de cambiar la trayectoria del capitalismo. Pero es una posición que indica que la globalización atraviesa un nuevo momento: aquel de la geopolítica. O quizá nunca abandonó ese momento y el discurso de la globalización solamente trataba de maquillarlo. 

En esta etapa de retorno de la geopolítica, aquello que emerge no es el libre mercado sino la guerra, o quizá nunca dejó de estar ahí. Fue por eso que Occidente utilizó a la globalización como arma de guerra, porque la guerra nunca abandonó el horizonte de posibilidades del capitalismo.

Pero no se puede hacer la guerra sin un enemigo. Para crear un enemigo se necesita un discurso que legitime la construcción de ese enemigo. Un discurso que movilice la sociedad hacia la guerra y que la convierta en la única posibilidad histórica. Ese discurso es el fascismo. 

De esta forma, los aranceles de Trump son la otra cara de la medalla del fascismo. ¿Por qué el fascismo? Porque es el discurso desde el cual la geopolítica puede reconstruir las posibilidades hegemónicas de EEUU. El fascismo necesita un enemigo. El fascismo prescinde de los simulacros y de toda la parafernalia de los derechos humanos. Sitúa la política en términos de amigo/enemigo. Al adversario se lo puede vencer, pero al enemigo, en cambio, se lo debe destruir. No en vano uno de los teóricos más prominentes del fascismo es Carl Schmitt. 

Cuando se originó el fascismo, su enemigo era el proletariado, pero no como trabajadores sino como expresión política de los trabajadores que desafiaban al capitalismo como sistema histórico (lo que Marx denominaba “clase-para-sí”), por eso, el enemigo a destruir, eran los comunistas y, por supuesto, el marxismo. 

El fascismo del siglo XXI ya no tiene al comunismo como amenaza y es más proteico en ese sentido. Por eso se inventa un hombre de paja con la denominada ideología woke. Un invento propio de las clases medias progresistas norteamericanas que, además, ha sido duramente criticado por la izquierda, pero que ahora se convierte en la víctima propiciatoria para el fascismo. La ideología woke es una construcción hecha desde el mismo fascismo para legitimar su propia guerra. 

Al mismo tiempo, el fascismo necesita de un enemigo real sobre el cual converger todas las culpas del sistema. Trump ha elegido a los migrantes, en especial latinoamericanos, como su enemigo real. Son los excluidos. Los parias. Las víctimas del capitalismo ahora convertidos en su enemigo más importante. 

El fascismo necesita de campos de concentración como heurística de sus posibilidades. Los migrantes tienen ahora ese destino. Pero, ¿por qué los migrantes?, ¿qué expresa esa criminalización y esa construcción del enemigo a partir de ellos? ¿Puede EEUU y Trump recomponer la hegemonía perdida a partir de la criminalización de los migrantes? En una sociedad que construyó su riqueza, sus posibilidades y su hegemonía desde los migrantes, ¿no significa acaso dispararse a los pies? Pero los migrantes son la punta de lanza de algo más vasto: la expansión imperialista. 

Trump apuesta a esa expansión y al control colonial de territorios, recursos y poblaciones. Es un retorno al capitalismo del far west. Es el capitalismo de guerra. ¿Podrá la humanidad detener las derivas fascistas y belicistas de EEUU?